Un álamo en el jardín
[Cuento - Texto completo.]
Queta Monfort
La señora Galarraga tenía un bonito jardín. En su centro se alzaba un álamo a donde iban a pernoctar los estorninos de aquellos alrededores. Era un álamo de apenas veinte años. Lo había plantado la misma señora Galarraga unos días después de desaparecer su primer marido. Se trataba del señor Elio Suárez, un diestro ebanista al que no le importó en su día dejar la ebanistería, la furgoneta y cuantas herramientas disponía para realizar su labor profesional, y esfumarse como lo hace el humo de un cigarrillo. No hubo manera de dar con su paradero. La policía interrogó no solo a su esposa, sino que dirigió sus pesquisas a familiares y vecinos que no pudieron hacer otra cosa que levantar los hombros en señal de desconcierto o ignorancia. Que cómo era el carácter del señor Suárez. Que si su matrimonio se podía considerar normal. Que si algún vecino le tenía inquina o era él quien hostigaba a alguien. Que si bebía, qué bebía y con quién. Que si tenía deudas o se le debía a él… Los sabuesos estuvieron muchos días con las antenas orientadas y, como vulgarmente se dice, con los dientes apretados sobre la presa. Lo malo es que no había tal presa. Tan pronto las sospechas apuntaban a la señora Galarraga, como de pronto giraban y señalaban a un vecino o al repartidor de la leche. “Muchachos”, señaló un buen día el jefe de los sabuesos con el tedio reflejado en el rostro, “¿es que a nadie se le ha ocurrido que simplemente ese sujeto se ha cansado de clavar chinchetas y, sin más, se ha largado, hastiado de la vida que llevaba?”.
Persuadidos de
que su jefe no había llegado a las alturas de su cargo por una casual
conjunción de los astros, recogieron sus bártulos, movieron sus coches y en
cuestión de minutos desaparecieron como si nunca hubieran existido.
Oculta tras los
visillos, la señora Galarraga sonreía mientras levantaban el vuelo los que
habían jugado a ser investigadores. Solo ella sabía qué había sido del señor
Suárez.
Fue entonces
cuando a la mujer se le ocurrió la idea de plantar un pimpollo de álamo en
mitad del jardín.
Pasaron los
meses y el caso del ebanista quedó reducido en la comisaría a media cuartilla, cruzada de arriba a abajo
con la palabra “archivado”. Aquel sujeto había desaparecido, quién sabe si a la
fuerza o por voluntad propia. Pero sinceramente, ¿a quién podía importarle?
Tan pronto como
la ley se lo permitió, la señora Galarraga hizo los trámites para declarar a
su desaparecido marido como muerto. Y
una vez que lo consiguió, contrajo matrimonio con el señor Severino Ochando, un
constructor de tres al cuarto que toda su vida había estado enamorado de la
señora Galarraga.
Mientras estos
acontecimientos se sucedían, el álamo iba convirtiéndose en un espléndido árbol
que ya proyectaba su sombra en todo el jardín. Fue para el año de haberse
casado con el señor Severino, cuando los estorninos de los alrededores
eligieron el álamo como refugio nocturno.
Y fue también
cuando a la señora Galarraga le empezó a dar miedo la noche.
Será preciso
aclarar en este punto que la señora Galarraga y el señor Severino dormían en
distintas habitaciones. Él había elegido la suya en la parte que daba a
poniente, porque sus dimensiones le permitían situar una mesa de despacho en
uno de los lados y una pequeña estantería donde colocaba los planos de las
obras que llevaba entre manos o que llevaría en un futuro próximo. Tras esa
mesa pasaba largas horas y no le importaba que la madrugada se le echase encima.
Era una forma de no procurarle molestias a su esposa.
Esta, en cambio,
siguió ocupando la habitación que siempre había sido la suya y de su primer
marido. Era una habitación más reducida que la anterior, pero bastante más
coqueta y cuyo ventanal daba directamente al jardín.
La señora
Galarraga solía acostarse temprano y no entretenía su tiempo leyendo o hablando
por teléfono con alguna amiga. En cuanto se ponía entre sábanas, cerraba los
ojos y dejaba que el sueño la transportara a esas regiones etéreas de complejo
significado. Lo cierto es que sus sueños eran apacibles y le dibujaban una
amplia sonrisa que aún conservaba cuando despertaba por la mañana.
Bueno, así había
sido hasta hacía bien poco. Porque desde unas cuantas noches atrás, la señora
Galarraga se despertaba a altas horas sobresaltada, sudorosa y con unas ganas
locas de buscar compañía.
¡Y qué mejor
compañía que la de su esposo, el señor Severino, que ocupaba la habitación de
enfrente!
—¿Qué ocurre,
Gala? —le preguntaba este, cuando la veía empujar la puerta de su cuarto—. ¿Te
encuentras bien?
—Me encuentro…Me
encuentro…—trataba entonces ella de explicar, aunque no sabiendo qué decir,
callaba y a veces hasta le caían algunas lágrimas.
Cuando
comparecían las lágrimas, el señor Severino solía levantarse de la cama, la
estrechaba contra el pecho y la acompañaba de nuevo a su habitación. Una ligera
inspección le devolvía a ella la tranquilidad necesaria para buscar de nuevo el
reposo hasta la mañana siguiente.
Pero llegó el
momento en que la señora Galarraga supo la causa de su terror nocturno.
Fue en la época
en que se despertaba tres y hasta cuatro veces cada noche presa de una gran
agitación.
—No sé qué es;
pero hay algo que me despierta… —se quejaba a su marido, descompuesto el rostro
y enfebrecidos los ojos.
Y como todas las
noches se producían los mismos hechos, don Severino le propuso permanecer en la
alcoba de su mujer para tranquilizarla y, llegado el caso, determinar el motivo
de sus desvelos.
Acostada ella en
la cama y sentado él a su lado en un sillón, iba transcurriendo la noche y nada
venía a alterar el descanso de la mujer. Marcaban ya la una las manecillas del
reloj, y todo continuaba igual. Cuando esas mismas manecillas marchaban hacia
las dos: “tin, tin, tin” un ruidito, al principio casi imperceptible, pero
nítido, se oyó por la parte de la ventana.
Don Severino
aguzó el oído y casi al instante volvió a oír otro:”tin, tin, tin”, al tiempo
que la señora Galarraga incorporaba medio cuerpo en la cama y lanzaba un
espeluznante grito, tras el cual se puso a gesticular y a llorar como una
auténtica poseída.
—Tranquilízate,
querida. He descubierto qué te perturba— intentó sosegarla don Severino—. Se
trata de las ramas del álamo que golpean contra los cristales de la ventana. No
tienes nada que temer. Mañana mismo las podaré —concluyó.
Pero a la mañana
siguiente no hubo tal poda. La señora Galarraga le prohibió a su cónyuge que se
dedicara a ello.
—Ni se te
ocurra, Severino, tocar ese árbol. Yo lo planté y solo yo decido sobre él.
Una vez
descubierta la razón de su insomnio la señora Galarraga no se curó de sus
espantos. Todo lo contrario. Cada noche se la pasaba atisbando el ventanal a la
espera de los ruidos que se producían con el roce de las ramas. Estaba
obsesionada e incluso apuntaba en una libretita ciertos signos que a lo largo
del día no paraba de contemplar.
—¿Qué son estos
puntos, qué son estas rayas? —le dijo su marido, en una ocasión que ella olvidó la libretilla en la
mesa y él pudo ojearla.
—Son los ruidos
que hace el álamo golpeando los cristales de mi habitación —le contestó ella. E
incluso le aclaró —: Los golpes cortos los dibujo con un punto y los largos con
una raya.
Don Severino
albergó la sospecha de que a su mujer se le había apagado alguna luz en la
cabeza y trató de pasar del tema.
Se sucedieron
los días y también las noches. Durante el día, la señora Galarraga pasaba horas
enteras contemplando el álamo sin decir palabra. Y por la noche, se acostaba
temprano y solo cerraba los ojos cuando ya había llenado unas cuantas hojas con
puntos y rayas.
—No sé qué le
ocurre a mi mujer —le confesó don Severino a un amigo suyo muy aficionado a la
parapsicología y a las ciencias ocultas—. Se pasa el día mirando y hablándole
al álamo de nuestro jardín. Y por las noches, apenas duerme dibujando puntos y
rayas que, según dice, es la forma que tiene el álamo de comunicarse con ella.
El amigo consideró
interesante el caso y, tras meditarlo unos cuantos días, le propuso a don
Severino:
— Necesito ver el
cuaderno de los puntos y las rayas. Es preciso averiguar si se trata de
mensajes o simplemente ha perdido la cabeza su mujer.
Como no había forma
de que la señora Galarraga se desprendiese de su cuaderno, don Severino
aprovechó las altas horas de la noche para introducirse en su habitación y,
mientras ella dormía, copiar unas cuantas anotaciones, que puso en manos de su
amigo a la mañana siguiente.
—Aquí tiene —le
dijo, alargándole un papel.
El amigo
parapsicólogo estuvo contemplando los signos en silencio un buen rato, tras el
cual aventuró:
—¡Esto tiene
enjundia! ¡Ya lo creo! Me va a permitir que se lo lleve a un amigo mío muy
versado en egiptología por si es capaz de descifrarlo.
A lo cual, don
Severino no tuvo nada que oponer.
Pasaron las semanas
y la salud mental de la señora Galarraga iba de mal en peor. Ella aseguraba que
el álamo golpeaba ya en todas las ventanas de la casa e incluso en las puertas,
dieran estas o no al jardín. Frecuentemente, prorrumpía en gritos desaforados,
pasaba de unas estancias a otras, o se ovillaba en el sofá, temerosa de que las
ramas del álamo la alcanzasen para golpearla, según decía.
Don Severino
asistía a este espectáculo entre asombrado y perplejo. Él, aparte de los
golpecitos en la habitación de su esposa, no advertía ningún ruido que lo
alertase.
—Pero Gala —le
decía a su compañera de casa —, ¿qué más oyes, qué más ves? Te aseguro que no
advierto nada de lo que dices.
—¡Seve, Seve! —le
contestaba ella con grandes aspavientos—. ¿Acaso piensas que estoy loca? ¿Que
me lo invento todo?
—Déjame podar las
ramas que golpean en los cristales —le proponía él por centésima vez.
Pero ella,
encrespada, le respondía—: Ya te he dicho que ni se te ocurra tocar el álamo.
Este tipo de
respuestas obligaba a don Severino a cifrar todas sus esperanzas en los
estudios que su amigo, el parapsicólogo, y el amigo de este, el egiptólogo,
estaban realizando sobre los puntos y las rayas copiadas del cuadernillo de su
mujer.
Tras la larga
espera que estos casos requiere, los dos hombres de ciencia convocaron a don
Severino en la terraza de una cafetería céntrica para darle sus pareceres sobre
los extraños signos:
—Estos puntos y
estas rayas —le dijeron casi al unísono— pertenecen al alfabeto Morse.
Y fue el egiptólogo
el que siguió hablando:
—Observe usted —y
se inclinó hacia don Severino con el folio que este les había dado días antes—:
punto, punto, punto// raya, raya, raya// punto, punto. ¿Está claro, no? Esos
son los golpecitos de las ramas contra los cristales, ¿no es así?
Don Severino miró
perplejo a los dos hombres. No entendía nada. ¿Qué le estaban diciendo en
realidad?
—La transcripción
de “punto, punto, punto” es la letra “S” — le aclaró el parapsicólogo.
— Mientras que
“raya, raya, raya” es la letra “O” —continuó el egiptólogo.
—Pero… —trató de
intervenir don Severino.
—Espere —le
interrumpieron sus dos interlocutores—. Nos faltan los dos puntos. “Punto,
punto” hay que considerarlo como la letra “i”. Con lo que uniendo las tres
letras tenemos la palabra “soi” —concluyó el egiptólogo.
— ¿”Soi”? —clamó
don Severino cada vez más confundido—. ¡Y qué puñetas significa la palabra
“soi”!
—Considerando que
en otras esferas no deben tener en cuenta las reglas de ortografía que nos
damos los humanos —aclaró el entendido en ciencias ocultas—, la palabra “soi”
también se puede interpretar como “soy”.
—De acuerdo
—concedió don Severino—. ¿Y…?
—Pues que tendremos
que atender a la siguiente palabra que figura en las anotaciones que usted nos
trajo —le aclaró el egiptólogo.
—En efecto
—continuó el otro, poniendo su índice sobre los siguientes signos—:“Punto,
punto”, seguido de “raya, raya, raya” que aplicándoles sus correspondientes
significados venimos a conformar la palabra “io”, o dicho de otro modo, “yo”.
—Con lo cual, el
mensaje completo es “Soy yo” —concluyeron ambos
intérpretes uniendo sus voces.
Tras estas
averiguaciones, don Severino no supo qué carta jugar. Por una parte advertía
cierta credibilidad en la teoría de los doctos sabios consultados; pero por
otra, algo le señalaba que bien podría tratarse de elucubraciones propias de
alguien que se encuentra alejado del mundo real. Además, ¿con qué cuento irle a
su mujer? Ella ignoraba los pasos que él había dado para interpretar el
contenido de su cuaderno. Ni siquiera sospechaba que había olisqueado entre sus páginas. Y en todo
caso, ¿qué significado tenía ese enigmático “soy yo”?. ¿Tendría sentido para
ella? ¿La pondría sobre la pista de algo, de alguien…?
Debatiéndose, pues,
entre tantas dudas, don Severino optó por no comunicarle a su esposa el fruto
de sus averiguaciones y acentuar la vigilancia sobre esta con el fin de recabar
más datos que pudieran contribuir a desentrañar tan complejo misterio.
A medida que
pasaban los días, la señora Galarraga se mostraba más alterada. Había ocasiones
en que salía al jardín y entablaba discusiones a grito pelado con el álamo,como
si se tratara de un intruso que invade la casa y al que solo se puede despachar
a la fuerza. En otras, conversaba con el árbol sin levantar la voz, como
manteniendo una intimidad en la que nadie más tenía derecho a intervenir.
—¿Qué le dices?
¿Qué te dice el álamo? —le preguntaba entonces don Severino.
Pero la señora
Galarraga callaba, daba media vuelta y desaparecía en el interior de la casa.
—¿No crees, querida
—le dijo en varias ocasiones él —, que deberíamos buscar la ayuda de un buen
psicólogo?
Ante la negativa de
esta, don Severino se vio en la necesidad de buscar de nuevo la ayuda del
parapsicólogo y de su amigo. Con el fin de que pudieran avanzar en sus
pesquisas, les proporcionó algunas copias más del cuadernillo de su mujer, que
pudo conseguir no sin cierto riesgo de ser descubierto.
Pasados los días de
precepto, se reunieron los tres hombres en la misma céntrica cafetería que la
anterior vez y comenzaron su charla:
—¡Muy interesante,
muy interesante! —intervino el egiptólogo. — Usted, don Severino, nos ha
aportado unas anotaciones muy interesantes.
—¡Muy interesantes,
sí mucho! —aclaró el parapsicólogo. Y añadió, ahuecando la voz: — ¡Y muy
preocupantes!
Don Severino ora
miraba a uno, ora a otro; no sabiendo muy bien en qué cara detenerse.
—Pueden ser ustedes
más explícitos — se atrevió, al fin, a pedir.
—Podemos, podemos
—dijo el egiptólogo, buscando con la mirada la aquiescencia de su compañero de
investigación. Y advertida esta, continuó: — Con el estudio de los nuevos
datos, ya podemos asegurar con rotundidad que efectivamente el álamo se
comunica con su mujer a través del alfabeto Morse. No sabemos con certeza las
preguntas que le formula ella, puesto que únicamente emplea la voz, pero las
podemos deducir por las respuestas que da el álamo.
—“Soy Elio. Tú
sabes que soy Elio”, le dice en una ocasión en que ella, indudablemente, le
exige que se identifique —le explica el parapsicólogo a don Severino.
Ahora es el
egiptólogo el que hace vibrar su voz, mientras lee el significado de otro
mensaje:
—“Sácame de este
encierro. Añoro la luz del día. Las raíces me atrapan y me devoran. ¡Sácame,
sácame!”..
El parapsicólogo
coge el último apunte y concluye con la voz cavernosa que ha adoptado para la
ocasión:
—“Si no me liberas,
iré a por ti en mitad de la noche, mientras duermes”.
Don Severino queda
totalmente confundido. Es indudable que su mujer, tras acabar con la vida de su
antiguo marido, lo ha enterrado en el jardín, ha plantado un álamo sobre el
túmulo y este hecho la está volviendo loca.
Antes de despedirse
de sus amigos, don Severino les entrega los últimos apuntes que ha tomado del
cuadernillo de su esposa para que sigan con sus pesquisas. Quiere enterarse
hasta de los más mínimos detalles antes de tomar una decisión.
Cuando don Severino
llega a casa, su mujer lo espera despierta. El pelo desgreñado, los ojos
encendidos, los músculos de la cara contraídos, los dedos de las manos
agarrotados… Todo indica en ella que se halla en medio de un tormentoso
delirio. No le habla, rehúye su mirada, deja sin contestar algunas breves
preguntas que él le formula… Da unas cuantas vueltas por el comedor como si
algo la inquietara profundamente y, al poco, se dirige a su habitación y se
encierra con llave por el interior.
Don Severino
empieza a sentir lo que es el miedo. Algo le dice que en aquella casa no se
halla seguro. Cree oír ruidos por todas partes. Primero, ruidos sordos. Luego,
golpes. Don Severino llega a pensar que la casa entera tiembla, que está a
punto de desmoronarse. Presa del pánico, se asoma al ventanal que da al jardín.
¡El álamo! ¿Dónde se encuentra el álamo? En su lugar hay un hueco enorme, como
si las raíces del árbol hubieran pugnado por salir de la tierra y lo habían
conseguido. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso un árbol podía desenterrar sus pies y
salir del lugar donde ha crecido como si tal cosa?
Don Severino se
halla preso de la más honda confusión, cuando suena el teléfono. Es un timbrazo
estridente, como nunca antes lo había escuchado. No sabe si coger el auricular
o simplemente ignorarlo. Por una parte, la casa tiembla. Por otra, el sonido
que emerge del teléfono parece estar exigiéndole que lo coja sin más demora.
¿Qué hacer? Que espere el intruso que lo llama en un momento tan inoportuno.
¡Que espere! ¡¡¡Que espere!!! Pero una fuerza superior a su razón le hace
dirigirse como un autómata hacia el
negro utensilio que no para de sonar: “¡Riiiiiggg! ¡Riiiiiggg! ¡Riiiiiggg!” Don
Severino es en esos momentos un autómata. Su mano actúa, pues, por inercia. La
voluntad se ha esfumado de su interior desde que aquel maldito timbre se ha
puesto a bramar.
—¡Severino,
Severino! —le dice una voz sumamente
alterada cuando descuelga. Es su amigo el parapsicólogo. Y añade a
gritos—: ¡Severino, salga de esa casa! ¡Huya! ¡Su vida corre peligro!
—¿Qué…? ¡Yo…!
—articula, el desconcertado hombre.
—Escuche Severino,
tiene que salir de esa casa. Su mujer y el álamo quieren acabar con su vida —le
advierte el parapsicólogo desde el otro lado de la línea telefónica—. Acabo de
descifrar la última página del cuadernillo de su mujer y muy claramente dice
que hoy, esta misma noche, van a asesinarlo. ¡Salga de esa casa! ¡No pierda ni
un segundo!
Don Severino ve
cómo el teléfono se le cae de la mano. Es demasiado horroroso lo que acaba de
escuchar para que sea cierto.
En ese instante,
una rama del álamo rompe con suma violencia uno de los cristales del salón y
está a punto de atraparlo, arrastrando en su intento cuanto encuentra a su paso. Por la chimenea asoma otra de las
ramas que tantea el aire y provoca la caída de la lámpara y de los cuadros de
las paredes. Por los huecos que van abriendo las ramas del álamo en la fachada
entran grandes bandadas de estorninos que no dejan de alborotar y de lanzar
frenéticos chillidos.
Don Severino corre
hacia su habitación. Tal vez sea un refugio seguro puesto que se encuentra en
el lado opuesto al jardín. Pero cuando se adentra en el pasillo, la señora
Galarraga abre súbitamente la puerta de su dormitorio y emerge con un cuchillo
de afilada punta dirigido hacia él. La mujer exhibe unos ojos furibundos, las
manos le tiemblan…
—¡Qué ocurre, Gala!
—exclama don Severino, terriblemente asustado —. ¿Te has vuelto loca?
— El álamo reclama
más sangre. La tuya o la mía. Uno de los dos dormirá para siempre envuelto en sus raíces —responde ella mientras se
abalanza, dispuesta a clavarle el arma en el pecho a su marido.
Este esquiva de un
salto la furibunda acometida de la señora Galarraga y escapa hacia la puerta de la vivienda; pero
en ese instante una rama del álamo lo atrapa antes de que cumpla su objetivo y
lo arrastra hacia el agujero que se encuentra abierto en mitad del jardín.
Los siguientes días
contemplan la llegada de unos policías que indagan sobre la desaparición de don
Severino. ¿Qué ha sido de él? ¿Quién lo vio por última vez? ¿Tenía algún enemigo? ¿Era un buen esposo? …
Todas estas arduas indagaciones aún se habían vuelto más complicadas con la
aparición de dos chalados que esgrimían no se sabía qué extrañas teorías acerca
del alfabeto Morse y de un álamo asesino que mataba en connivencia con la
señora Galarraga. Hubo que amenazarlos para que se fueran y no se entrometieran
en el trabajo de los agentes. El jefe, para asuntos como este, era un verdadero
lince que sabía cómo ahuyentar intrusos.
Una semana después,
la señora Galarraga, medio oculta tras los visillos de una ventana observaba
cómo los agentes se metían en su furgoneta y desaparecían por donde habían
venido, sin llevarse nada entre las manos. Una enigmática sonrisa se dibujaba
en el rostro de la mujer.
En el jardín, el álamo había crecido unos cuantos centímetros y los estorninos seguían cobijándose en su copa, tras las bulliciosas correrías de cada jornada.
© Obra registrada. Todos los derechos reservados.


