El fulgor

[Cuento - Texto completo.]

Keter Lousvart

La más terrible de las tormentas se desata sobre la tierra. Los truenos braman, los relámpagos desgarran el lienzo de la noche y amordazan la inmensidad cósmica. Un pesado manto de nubes se esparce cual fuego alimentado por el viento, hasta sepultar el horizonte. Como el cumplimiento del peor presagio oscureciendo el mundo.

        En lo profundo de un frondoso bosque de Hochatown, su ferocidad doblega hasta los árboles centenarios y hace tambalear una pequeña casa de madera. Parece abandonada, salvo por una tenue luz interior que proviene de una desvencijada chimenea.

        Una mujer de pelo blanco, recogido en una larga trenza, la enciende puntualmente cada día al caer el sol. Lleva un batín desgastado y mitones que ella misma ha tejido con sobras de ovillos, junto a la lumbre, y está sentada en una mecedora.

        La leña se consume lentamente. Su calor es como un bálsamo para sus huesos cansados y los de su viejo gato, adormecidos por el chisporroteo de su crepitar.

        Al sobresaltarle el primer trueno en la lejanía, sin abrir los ojos, la señora Hazel frunce los labios en una mueca de disgusto y de forma automática alarga la mano para asegurarse de que Celestine permanece a su lado.

        La tormenta no da tregua y ruge como nunca, pero la anciana no se sobresalta y, tras acariciarlo, decide continuar con su rutina. Le tenía dicho al gato, asustadizo por naturaleza, que las tormentas no eran de temer. No más que una invitada indeseada con malos modos que, en su soledad, les entretenía y era ya como de la familia. 

        —¡Qué barbaridad! —exclama, mientras se incorpora—. ¡Estás aquí de nuevo, como no te hago caso te enfureces! ¡Ya puedes rabiar todo lo que quieras, maldita gruñona!, dice con una leve sonrisa, sin apartar la mirada de Celestine, que permanece inmóvil con las orejas moviéndose en todas direcciones y los ojos como platos.

         En cuanto Celestine se ve solo, entra como una flecha bajo el raído edredón de patchwork que, de manera intencionada, la anciana acaba de dejar caer al suelo antes de abandonar la estancia.

        La señora Hazel se mete a tientas en la cocina, se coloca a oscuras un delantal y localiza una caja de cerillas para encender un quinqué que cuelga del techo. Su débil llama proyecta sombras danzantes en las paredes, al tiempo que pugna por sobrevivir en medio de una oscuridad solo interrumpida por rayos y destellos relampagueantes que hacían temer por la integridad de la casa.

        La luz del quinqué agoniza, por momentos todo permanece a oscuras, hasta que revive como si prendiera gracias a las centellas fulgurantes que surgen en el firmamento. La oscuridad va imponiéndose, amenazando con devorar todo lo que alguna vez fue luminoso.

        Ajena a este caos, con una inmutable tranquilidad, la anciana corta a pedacitos hortalizas de su huerto para enriquecer una sopa que bulle en una olla que ha colocado en la chimenea. Mientras la naturaleza arrasa todo a su paso, en el interior de aquella cocina todo sucede como de costumbre. El cuchillo hace su habitual ruido sordo y arrítmico al chocar contra la tabla de madera, acompañando al tarareo de una vieja canción de amor:

"Soy muy feliz, el mundo es mi canción, bailemos juntos

Tu sonrisa luminosa me regala cada día una nueva ilusión

Bajo el cielo abierto, alcemos las manos y miremos al sol

El futuro es un lienzo en blanco para pintar nuestro amor

Envuelta en tu amor, digo adiós a la tristeza y al rencor".

        Un rayo descomunal está a punto de partir la casa en dos, su sacudida enmudece y estremece a la señora Hazel de pies a cabeza, y aunque no puede evitar cortarse, se recompone de inmediato y reanuda su tarea. La tranquilidad de la anciana, por alguna extraña razón, esta vez parece transmitir confianza al gato.

A pesar de la infame tempestad, el felino sale de su escondite. En medio de aquellos destellos fugaces, sus ojos refulgen con una valentía inusitada y, en lugar de entrar en la cocina por si le caía alguna sardinita, pasa de largo.

        Celestine avanza hacia el exterior, acelera el paso justo cuando la lluvia golpea las ventanas con mas fuerza y los truenos zarandean la casita con un estruendo ensordecedor. El felino se crece ante aquel alarde de la naturaleza en su máxima expresión. Casi se puede palpar la electricidad en el aire, por lo que, siendo tan miedoso, es como si una espeluznante sensación de lo desconocido le llamase a la aventura.

        Cada relámpago es a sus ojos un destello de magia, revelando por un instante el misterio y la grandeza del mundo de forma irresistible. O quizás sea todo lo contrario y el temeroso Celestine busca sigiloso la salida de una pesadilla tan negra.

        Se le ve transmutado, en cada manifestación del caos parece encontrar una razón más para seguir avanzando. Traspone la puerta abierta por un embate del temporal y, sin reparar en los relámpagos que dibujan apocalípticos caminos en el cielo, sale al porche con gran decisión y llega hasta las jardineras del fondo.

        El sonido de la lluvia se intensifica y a un relámpago le sigue un trueno que hace temblar su cuerpecito entero. Celestine, sin embargo, permanece inmóvil mientras miles de gotas, arrastradas por un viento huracanado, mojan y arremolinan su pelaje en todas direcciones.

En lugar de hacerlo huir despavorido, aquel infierno parece incrementar una misteriosa sensación de pertenencia a la naturaleza. Sin razón aparente, se mantiene allí, inmerso en esta escalofriante experiencia. El temporal sigue envolviéndolo todo a su paso en una atmósfera sobrecogedora.

 El aroma de las flores agitadas por el viento impregna su ser, pero no es ese perfume lo que busca, aunque el mundo se reduce a su hocico. Con cada inhalación, parece querer distinguir los sutiles matices aromáticos de las flores, pero realmente no disfruta el dulce aroma de las rosas ni el toque cítrico de las gardenias.

        Tras olerlas breve pero intensamente, de repente se detiene ante una gazania que dormía temblorosa. Celestine aparta con su naricilla los cálidos pétalos replegados de aquella margarita africana, llamada también flor del tesoro, y guarda algo en su boca que lo envuelve en un haz de luz.

        Aquella flor tan especial era la única flor del jardín que cada atardecer acunaba la sinfonía de la puesta de sol. Hasta que las caricias del último rayito del astro rey cerraban sus pétalos para dormir en su interior, y quedar liberado de nuevo con el saludo del alba.

        Rodeado de un sutil brillo que emana de su interior, ahora Celestine irradia una belleza y encanto fascinantes. Pero sigue siendo el mismo de siempre, con sus miedos, sus pillerías y achaques. Como suele hacer antes de pedir la cena, tras agitar su cuerpecito para quitarse el miedo y las gotas de lluvia, se despereza sobre las tablas del porche, entra en la casa con andares de gran felino y se mete en la cocina.

Intuye, por una sabiduría ancestral que no entiende de especies, que rescatar ese diminuto fulgor dorado es la única manera de mantener encendida la llama de la esperanza en medio de una oscuridad que amenaza con sumir al mundo en una noche perpetua. Y la señora Hazel se lo agradece:

—Bien hecho, mi gran Celestine. ¡Ese rayito de sol estaba necesitando que alguien lo protegiera, la gazania no podía con tanta responsabilidad!, — le dice con una media sonrisa, sin apartar la mirada del gato. Ajeno a la tormenta, ahora el minino comienza a ronronear, a lamerse los labios, a mover la cola y a enroscarse entre sus piernas.

La anciana acaba de cortar las hortalizas en un instante y mientras busca la lata de sardinas para premiar a su caballero andante, susurra su canción. Envuelto en un halo de luz eterno, el gato no deja de bailar y de maullar al son de aquella vieja melodía de juventud:

"Soy muy feliz, el mundo es mi canción, bailemos juntos

Tu sonrisa luminosa me regala cada día una nueva ilusión.

Bajo el cielo abierto, alcemos las manos y miremos al sol...".


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