Esperando a la muerte
[Cuento - Texto completo.]
V.S. Tati
Había una vez una anciana que, cansada de vivir, se pasaba el día en la cama. Como en otro tiempo fuera muy alegre y divertida, contaba con muchos amigos y conocidos que no paraban de ir a su casa con el ánimo de visitarla y recordar antiguas fiestas. Tanta visita llegó a fastidiarla; porque a cierta edad prefiere uno la compañía propia que la ajena.Y con ánimo de disuadir a los visitantes para que no acudiesen más a su casa, ante la acostumbrada pregunta «¿Cómo te encuentras?», cogió la costumbre de contestar «Esperando la muerte».
Esta forma de
responder obtuvo buen resultado y cada vez eran menos los que se acercaban a
verla porque,¿a quién le gusta que le mencionen la palabra « muerte»? La buena
mesa, la cara risueña, el baile y el vino estrecha los vínculos de los que se
arremolinan a su entorno, pero dejaos de miradas serias, de caras agrias, de
malos gestos y de palabras malditas porque inmediatamente os veréis solos como
si vivieseis en una isla desierta.
Y os aseguro que la
palabra «muerte» es una de esas palabras malditas.
Llegó, pues, el día
en el que no hubo nadie que fuese a su casa a interesarse por ella. Entonces
cesaron los «¿Cómo te encuentras?» y la consabida respuesta de «Esperando la
muerte».
Y la anciana
respiró tranquila porque de ese modo podía estar en la cama sin necesidad de
levantarse para abrir la puerta.
Pero hay
felicidades que solo duran un día. Porque otro de esos días..., tal vez el
siguiente...
«Toc, toc». Alguien
llamó a la puerta a unas horas realmente intempestivas: ¡Eran las dos de la
madrugada!
— Malditas gentes —
masculló la anciana, removiéndose entre las sábanas y dispuesta a ignorar esa
llamada.
«Toc, toc, toc».
Volvió a oírse, incluso con mayor fuerza esta vez.
— ¡Quien sea puede
irse al infierno! — gritó la anciana, destapándose únicamente la cabeza para
que se le oyese con claridad.
«Toc, toc, toc,
toc, toc». Persistió el golpeteo sobre la puerta de una forma más contundente e
intimidatoria.
— ¡Ya vaaa! ¡Que ya
vaaa! — exclamó enfurecida la anciana, arrojando las sábanas a un lado y
poniéndose en pie — . ¡Habráse visto qué exigencias! — iba diciendo aún cuando descorrió el
pestillo e hizo girar la puerta sobre sus goznes — . ¿Qué es, quién es? — acabó por preguntar.
Cuando la anciana
abrió totalmente la puerta vio ante sí a
una mujer vestida de negro desde la cabeza hasta los pies. Era alta y delgada.
Unos largos brazos le caían muy pegados a los lados, lo que le confería el
aspecto de un gran muñecote sin gracia
alguna. Su cabeza iba cubierta por un velo también negro por lo que los rasgos
de la cara permanecían ocultos.
La anciana sufrió
un sobresalto al ver a tan extraña visitante. Un temor súbito le brotó desde
los pies y trepó hasta las raíces de sus cabellos.
— ¿Quién eres tú? —
logró preguntarle a la mujer de negro , sin poder apartar los ojos de su velo,
que oscilaba sin parar a pesar de la calma nocturna.
— ¿Quién soy yo, me
preguntas? ¿De verdad que no lo sabes? —dijo con una voz ronca la recién
llegada.
— ¿Y cómo voy a
saberlo si cubres tu cara y hablas como lo haría un oso — replicó la anciana,
repuesta del susto inicial y sin ganas ya de ocultar el fastidio que le había
causado tener que levantarse a horas tan
intempestivas.
— Está bien.
Dejemos las presentaciones para más tarde — transigió la dama de negro. Pero
alargó uno de sus brazos y apartó a la anciana que ocupaba todo el vano de la
entrada.
Tras lo cual,
accedió al interior de la vivienda.
La anciana cerró la
puerta y la siguió sin poder sacudirse la honda impresión que le había causado el contacto del
brazo de aquella mujer sobre su cuerpo. ¿Qué extraña aparición era aquella? ¿De
dónde había surgido un ser tan singular? ¿Y quién le había dado permiso para
invadir su casa con esa desenvoltura?
— Creerás que soy
una intrusa, querida — se explicó la nocturna visitante con su voz perruna,
mientras tomaba asiento en una silla—. Pero te equivocas. Yo soy tu invitada.
Han sido miles de veces las que me has invitado a venir a tu casa, ¡Y aquí
estoy por fin!.
La anciana no salía
de su asombro. ¡Que ella había invitado a aquella desconocida! ¡Qué otra locura
se le podría ocurrir a alguien que parecía tan perturbado!
Yo..., yo... Yo,
no... — pudo balbucir la anciana, sentándose, a su vez, sobre el borde de la
cama.
— ¿Cuántas veces
has dicho «Esperando la muerte», querida? — interrogó la extraña dama — .
¿Cuántas, cuántas...? — insistió — . Y yo sin poder acudir a tus
requerimientos... Te pido infinitas disculpas. En más de una ocasión he
intentado llegar a tu casa; pero a medio camino he tenido que dar media vuelta
y desistir porque muchísimos otros que estaban por delante de ti en mi lista
levantaban la voz –protestaban, sí, querida, protestaban –reclamando mi
presencia y yo me veía obligada a atenderlos porque en justicia se lo merecían.
— Hizo entonces una ligera pausa y con una voz algo más exultante, anunció — :
Pero esta noche por fin he logrado zafarme de todas las obligaciones y aquí me
tienes: He podido adelantarte mi visita en diez años.
Tras esta larga
sarta de explicaciones le quedó muy claro a la anciana que quien había venido a
visitarla era la muerte. ¡Y lo más asombroso era que ella misma había estado
durante meses reclamando su presencia! ¡¡¡Durante meses!!! ¡Maldita sea! ¿Quién
le mandaría a ella ser tan ligera a la hora de invocar a seres tan horrendos
como la muerte! ¿Qué hacer, pues? Porque malditas las ganas que tenía ella de
hacer un viaje sin retorno con aquella indeseable compañía... Además, según
confesión de la Parca aún le hubieran
quedado diez años de vida y no estaba dispuesta a renunciar ni a un solo minuto
de esos diez años. ¡Tales eran las ganas de vivir que le habían entrado de
pronto!.
Pero, ¿qué hacer?
¿Cómo librarse de tan implacable personaje? ¿Querría irse con las manos vacías
si ella se lo pedía? En caso contrario, ¿qué clase de resistencia opondría?
¿Estaría poseída de poderes sobrenaturales que la convertirían en un ser
invencible sobre todo para las flacas fuerzas de una anciana como ella? ¿Era
testaruda, obstinada, indoblegable? O por el contrario, ¿se mostraría
comprensiva, dialogante y afable?.
Esto lo pensó la
anciana en un segundo. Y para desliar semejante madeja de pensamientos le dijo
a la recién llegada:
— Se te ve cansada
puesto que enseguida has buscado donde sentarte.
— Siempre que puedo
lo hago — le aclaró la Muerte — Considera que mi trabajo es constante.
— Si es así, a mí
no me importaría esperar unos cuantos años. Por nada del mundo desearía
cargarte con más trabajo — se excusó la anciana, sin dejar de atisbar por el
rabillo del ojo cualquier signo que le indicara si su petición era bien
acogida.
— ¡Oh, no! —
replicó la Parca, agitando sus brazos, hasta
el punto de hacer caer el velo que le cubría el rostro —. Antes de que
asome el sol por el horizonte, habrás de acompañarme al lugar de donde no se
vuelve.
La anciana quedó
horrorizada al contemplar la cara descubierta de la dama de negro. Los pómulos
puntiagudos impedían que sus mejillas pudieran ni siquiera insinuarse. Los ojos
eran dos brasas que no cesaban en ningún momento de lanzar destellos. Su boca
se curvaba siniestramente dejando al descubierto una hondura que espantaba. Y
por último, su nariz y su mentón eran tan finos y afilados que se podría decir
que le servirían de armas si la ocasión lo demandaba.
— Como la salida
del sol marcará el fin de mis días en este mundo — señaló la anciana —, aún
disponemos de un buen rato. Mientras yo pongo en orden ciertas cosillas de la
casa — le propuso a su horrible visitante — , ¿por qué no echas una cabezadita
sobre la misma silla en donde te hallas? ¡Se te ve tan cansada!
— ¿Cansada, yo? —
se escandalizó la Parca —. ¿Acaso ignoras que tengo fama entre las deidades de
estar permanentemente dispuesta para el trabajo? ¡Abato miles de cabezas cada
día!
— En todo caso —
objetó la anciana —, me permitirás que te obsequie con una tisana bien
calentita puesto que el relente de la noche parece que te ha privado del color rosado de tu
rostro.
La Parca tardó unos
segundos en encajar estas palabras y cuando se disponía a rechazar la infusión,
ya la anciana se había levantado de la cama y aproximaba una cazuelilla con
agua al pobre fuego que aún ardía en el hogar. El propósito de la aterrada
dueña de la casa era provocarle un profundo sueño a la Parca mediante una
antigua fórmula que aprendió de dos hermanas brujas que fueron sus vecinas durante muchos años. «Valeriana,
toronjil, lavanda, fríjoles y ortigas», iba arrojando al caldero a medida que recordaba los ingredientes. « Ala de grillo,
cola de rata y saliva de sapo», recitaba a continuación, mientras añadía las
dos primeras y lamentaba no disponer de la última.
Pasados unos
minutos, coló el mejunje y le presentó la taza a la dama de negro.
— A sorbitos,
señora, a sorbitos — le recomendó — No vaya a abrasarse la lengua.
La Parca bebió tal
como le aconsejaba la anciana y al
instante quedó sumida en un profundo sueño que, incluso con todo su poder, fue
incapaz de evitar.
Cuando tuvo la
seguridad de que su terrible visitante dormía apaciblemente sin enterarse de
cuanto ocurría a su alrededor, la anciana hizo un pequeño envoltorio con las
cosas que más estimaba y escapó de la casa a todo correr. Atravesó ríos;
atravesó montañas; puso mares entre ella y su antigua vida; tiñó sus cabellos
de este color y, a la semana, de este otro; olvidó cómo se llamaba porque cada
día tenía un nombre nuevo; y, en fin, tal gusto le agarró a la vida que no hubo
fiesta a la que no acudiese, ni baile que no bailase, ni canción que no
entonase.
El tiempo no es
algo que se queda quieto. Los años se sucedían. Pasaron diez. ¿Y sabéis qué?
Que a pesar de todas sus tretas, la Parca dio con ella aun encontrándose en el
lugar más recóndito de la tierra.
Os voy a contar
cómo sucedió. Hallábase la anciana ocupada en la ejecución de una danza, cuando
un traspiés la hizo acabar en el suelo. El golpe que se dio en la cabeza y la
sangre que manó de sus oídos la obligó a detener sus frenéticas contorsiones y
a buscar un lugar en donde tenderse y esperar una recuperación que ella creía
pronta. Pero sabido es por todos que cuando fluye la sangre hay unos seres en
la naturaleza — tales como la Noche o el
Día, la Oscuridad o la Claridad, el Viento o la Calma, las Nubes o el Sol, la
Temeridad o la Osadía, y cientos de ellos más —
que se ven en la obligación de
alertar a la Muerte y solicitar su comparecencia para que sea esta la que determine
cuanto procede en momentos tan cruciales.
Tumbada, pues, en
el suelo y olvidada por los demás danzarines, vio acercársele a una hierática
dama de negro que le tendía los brazos, mientras le decía:
— Me engañaste una
vez. Pero hoy vendrás conmigo.
La anciana permaneció tranquila a pesar de que la Parca no se tapaba el rostro con un velo. Incluso no le pareció repugnante como la primera vez que la vio. Se levantó extrañamente ligera y comenzó a seguir a la que solo se asemejaba, en esa ocasión, a una pobre, insignificante y lastimosa sombra, que le iba marcando el camino sin ni siquiera volverse para mirarla.
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