La parca

[Cuento - Texto completo.]

An G San

Mamá yace en la cama de un hospital. Está ingresada en un box, la unidad de cuidados intensivos. Dicho sin rodeos, la pobre mujer se encuentra en un cubículo sin ventanas que apesta a lejía, donde hacinan a los enfermos y el personal cambia a diario. Es decir, nunca ves a la misma enfermera y rara vez un médico repite. 

      Si les preguntas cualquier cosa, poco más o menos, te dicen aquello de "yo solo pasaba por aquí" o "no soy la enfermera asignada a ese paciente". Me choca y lo atribuyo a los recortes, hasta que lo asocio a una moda por las famosas rotaciones de personal en pandemia. Me estremece solo pensar que mamá pueda sufrir por ello, porque mamá no está bien. 

      Mamá respira a duras penas y mantiene los ojos cerrados, pero su corazón, que siempre palpitó de milagro, es lo que más me preocupa. La miro en silencio, no quiero molestarla. Podría estar durmiendo o, quién sabe, igual así se guarece al único abrigo de sus párpados. 

      Mi pobre madre, estará harta de todo: de que la noche se le junte con el día, de no ver la luz del sol, de la soledad, de no poder comer... Tampoco debe ser fácil estar conectada a la vida a través de tubos que la hacen parecer un extraño pulpo con tentáculos de plástico por los que corren su sangre, su orina y otros líquidos de colores. 

      Nadie le habla ni le sonríe de corazón, salvo yo. Las enfermeras interpretan a su manera las instrucciones del médico del momento, que "vino y se fue". Esta mañana tuve suerte y coincidí con él. Me dijo que seguiríamos con la alimentación intravenosa, los diuréticos y tranquilizantes como hasta ahora; estos "para que pase el trance en duermevela y, si está inquieta, podríamos incrementarlos", dice la enfermera de turno con una media sonrisa. Le devuelvo el gesto, pero ya estoy lejos. Mi mente hace la traducción de inmediato y no puedo evitar pensar que se trata de que no moleste. Tiene sentido, son muchos pacientes y no les hará gracia que se queje, ande pidiendo comida y algo de compañía cuando yo no estoy.

      Lo que peor lleva mamá es no comer. Oficialmente, se está a la espera de que sus riñones reaccionen, pero no nos informan sobre la raíz del problema. Eso sí, a diario me preguntan si doy permiso para aumentar la dosis de tranquilizantes y que le duela menos. Les digo que no y, aunque insisten, yo no me muevo. Sé que ella no quiere tanta droga y yo lo traslado con amabilidad. 

      Mamá me dice que han llegado sus últimos días y yo cambio de tema como puedo. No le quito la razón, la suya parece una espera falaz que engaña al tiempo: sin futuro y con un presente que le hace perder la conciencia a golpe de "morfina", la palabra que leo en la botellita de la que extraen el líquido para calmarla.

      Dicen que no existe el crimen perfecto, que siempre hay alguien que se va de la lengua. Me viene esto a la mente cuando se acerca otra enfermera y, con un tono de confesión impostado, me dice que poner en marcha la máquina de hemodiálisis es caro y que no puede estar trabajando por sus riñones día tras día, por lo que, "dada la edad y situación" de mi madre, no hay esperanza. 

      No sé si mamá la oye, pero la enfermera no calla, dice que ella ha "visto mucho", que mejor "ayudarla con tranquilizantes e ir haciéndose a la idea". Habla apoyada en la máquina que pronto se pondrá en marcha, nuestra última esperanza, que ella acaba de matar de un solo estacazo. 

      Quise considerar aquello un despropósito y agarrarme al relato del médico de turno, pero no la contradijo en absoluto, más bien al contrario; como buen estratega, recordé que me advirtió que no puede garantizar nada. "Habrá que esperar resultados", dijo.

      Por suerte, mamá no habla ni entiende español, y espero que tampoco haya visto las muecas de la enfermera. Y si lo ha hecho, ojalá crea que estaba negándose a facilitar comida para ella. Aunque lo de ayunar como tratamiento, y ya van dos semanas, ni mamá ni yo acabamos de entenderlo, salvo que esté en estado terminal y no nos lo hayan dicho. 

      Cuando le renuevan el calmante, mamá tiene ensoñaciones. Se ve en su lecho de muerte y se rebela ante la idea de abandonar la vida sin siquiera haber cumplido un mísero sueño; ni siquiera "uno pequeñito", como ella dice. Ahora me pide que nos vayamos, que tenemos que ir a recoger el pastel que había encargado por mi cumpleaños. Yo solo escucho el pitido de la máquina de sus constantes vitales, su corazón cansado, sus pulmones cansados, su voz cansada... 

      Nervioso, me busco el móvil en el bolsillo e indago sobre los efectos de la morfina. Descubro que se aplica a enfermos terminales en dosis crecientes, que reduce la tasa de respiración y la frecuencia cardíaca, además de ralentizar el funcionamiento del cerebro. Justo lo que mi madre necesita, que sus exhaustos pulmones dejen de respirar; su debilitado corazón, de palpitar; su castigado cerebro, de pensar, y yo, de sentir. El crimen perfecto. Entonces lo entendí todo: las sábanas eran un sudario, y la cama un ataúd; solo estábamos esperando a que la morfina se nos llevara a los dos.


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