La sombra del pinsapo no es alargada


Yuko H. K. Shimizu

Vamos a contar una historia ficticia preñada de una dolorosa realidad. Tenemos a un pintor, de nombre Sebastián, y a una señora de rojo que se llama Ana, dos enamorados que dan un paseo campestre en bicicleta al filo del atardecer. Así lo inventó Miguel Delibes con su pluma, que es la “lengua del alma”, según dejó escrito su tocayo Cervantes en Don Quijote de la Mancha. 

        "Cuales fueren los conceptos que en el alma se engendraren, tales serán sus escritos”, prosigue el manco de Lepanto en su obra magna. De ser así, para escribir “Señora de rojo sobre fondo gris”, protagonizada por Sebastián y Ana, el alma de Delibes debió rebosar el tintero de melancolía y una gran tristeza, enconados polizones que se le colaron en el último vagón de la vida. 

        No todo lo ciega una densa bruma, sin embargo. El luto engendrado en el alma rota del escritor por la temprana muerte de su esposa, Ángeles, se hace obra de orfebrería, pero no es solo ornamento, sino realidad evocada que, a fuer de su pureza,  la escribe Delibes desde las mismas entrañas del alma.

        Delibes habla de esas tragedias silenciosas cotidianas que sangran el corazón hasta secarlo y detenerlo, pero también lo colman de esperanza, del amor que vive más allá de la muerte. Diríase que, perdida su musa de carne y hueso, cuando era ya un escritor exánime, lo visitaron Melpómene, musa de la tragedia, con una máscara cubriėndole el rostro y acompañada de Erato, musa del arte lírico de la elegía, coronada con mirto, rosas y laurel. En una de sus manos, portaba un phormix apoyado en el pecho y, en la otra, su flecha de oro como reminiscencia del eros, ese sentimiento elegíaco que ella inspira: el drama de un amor arrebatado por la muerte. 

        Se unen así tragedia y amor, un amor que crece en su desesperanza y nos transporta al cielo más brillante de la imaginación, como la musa de fuego con la que una vez soñó Shakespeare. Se trata de un destino conjunto, el de la vida, un camino que ahora revela su finitud del modo más crudo. Pero que pide no desfallecer, estar cerca mientras se recorre juntos o incluso separados por la muerte, traspasándose la línea de la realidad y la fantasía, la vida y la obra. 

        Amar, tender la mano, mantener vivo siempre ese fuego del amor que, según el genio de la literatura inglesa, nos permite ascender al cielo de la invención, entrar en esa historia de enamorados que recorren juntos el camino de la vida al pedalear. Aunque, “al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”, ya lo dijo Machado, cuya alma también mató la pérdida de su musa y gran amor, Leonor Izquierdo.

        Delibes, Machado, Cervantes… engendraron en su alma la inefable emoción de sentirse vivos, luego atravesada fatalmente por la daga de la muerte, y plasmaron en el papel todo lo que fueron. Y el vallisoletano puso a Nicolás, su pintor, y a Ana, la mujer encarnada, a pedalear juntos por la senda de un amor que dialoga con la Naturaleza. A un lado del camino, me parece escuchar una voz queda, cada vez más lejana; se me antoja que les recita ‘A un olmo seco’ como ecos de una intensa historia de amor de toda una vida. 

        Igual que los campos de Castilla inspiraron a Machado, con más fuerza incluso, arraigaron en otra gran pluma, el superlativo andariego de Delibes, que en esta obra nos llevó a la curva del pinsapo.

        Hasta llegar a esa curva en aquel paseo campestre, este poeta en prosa amigo del aire libre se hizo escritor al mismo tiempo que se enamoró de una jovencita. Firmó sus primeras obras como MAX, su acrónimo, ecuación donde M era Miguel; A, Ángeles; y X la incógnita que el futuro podía deparar a la joven pareja, cuyo prolífico amor floreció en un entorno rural dado y elegido. Fueron décadas de amor, una familia numerosa y obras maestras de la literatura hijas del genio de él y de la complicidad de ella, cuya muerte casi lo enmudeció. Pero también su recuerdo engendró ‘Mujer de rojo sobre fondo gris’, obra con la que volvió a escribir, ...y a pedalear con Ángeles.

        En este seguir pedaleando, llegamos al culmen de nuestra historia de amor, una ficción, cuajada de tristeza y melancolía sobre un cielo encarnado que recortan dos siluetas sobre ruedas. Es uno de los momentos mágicos de esta obra, cuya esencia la pluma arranca a la vida: Nicolás es un artista con una crisis existencial y creativa, y Ana muere joven por un tumor cerebral. Solo el recuerdo podrá devolvérsela, y escribir es evocar, recordar...

        Como un “amor esperanzado” define José Sacristán, amigo del escritor que llevó a las tablas este monólogo, el sentimiento del amante que logra recuperar a su amada a través de la memoria y el amor. Nicolás rememora…

        “Mediado el verano la invité a dar un paseo en bicicleta. Nunca había necesitado tanto que la animasen, pero los últimos días de julio se mostró más abatida. Esa tarde, en la curva del pinsapo, reconoció que el campo por sí solo no aliviaba la melancolía, que era preciso traer la alegría dentro para disfrutarla”.

        La Madre Tierra les brinda ese refugio primigenio, pero también refleja estados de ánimo, y nunca será bálsamo cuando la pena está clavada adentro, y bien clavada. También en aquella espléndida tarde la Naturaleza es una lejana esperanza, y el amor el leiv motiv de la existencia que, aun negándonos la plenitud, mantiene su llama. Una llama que no alumbra ni calienta, que es sombra de un amor que se niega a desaparecer, pero que, por segundos se apaga para volver a aparecer, aunque de nuevo exánime y desmayada. Porque la llamita arraiga en el corazón y no en nada de afuera. Porque, como escribió Rosalía de Castro, "no son nube ni flor los que enamoran; eres tú, corazón, triste o dichoso, ya del dolor y del placer el árbitro, quien seca el mar y hace habitable el polo". 

        Ese amor agónico pero inmortal, tocado por una mano divina pero también condenado a una eternidad insoportable, es el que hace volar por el cielo de la invención las plumas de Delibes, Machado o Shakespeare; ese sentimiento que permanece más allá de la muerte del ser amado, donde late la esencia de la vida que merece ser vivida, pese a la ausencia física. 

        Llorar esa muerte es otra manera de seguir amando, de mantener la llama encendida de ese amor y de la propia vida. Dice también Sacristán, que el evocar, aun con lágrimas, “es lo que nos mantiene vivos”. Y aquí sí, la flor y la nube de Rosalía vuelven a ser materia de amor y el polo gana en calidez. Es entonces cuando de nuevo somos pintores. Tenemos ante nosotros un lienzo y un paisaje. La Naturaleza y el amor bailan a la sombra del verde los últimos compases de una triste canción, frente a la delibiana sombra hierática y alargada del ciprés. Es el echar de menos, rota el alma, el último vestigio del amor; huella indeleble, pero no la muerte, nunca la nada. 

        El fondo gris del cuadro, que es de Ángeles en la vida real y, en la ficción, de Ana, denota ausencia total de Naturaleza, instalándose de forma definitiva esa mancha ceniza, símbolo de la melancolía, de la enfermedad. Sea como fuere, Delibes hubo de combatir en el crepúsculo de su vida la insoportable separación física de sus dos grandes pasiones, y el recuerdo permite traerlas de vuelta del único modo posible, aunque duela y la pluma, inmisericorde, le diseccione el alma desde los mismos ojos del alma.

        Mirarse adentro, hundirse en la propia ciénaga de la noche es volar. La paradoja extiende sus alas, pero no es tal, fundamentalmente porque ambas mujeres, una en verdad, no están contra la pared sino mirando de frente, de espaldas a ese gris, retratadas en plenitud. No se trata de alzar el vuelo a ninguna parte. Para Delibes, vida y ficción mejoran cerca de la Naturaleza, ese lugar de afuera que llevamos adentro. Con su paleta multicolor, supo dibujar el alma humana alumbrando un paisaje polifónico, en el que los cantos de los pájaros reverberan ecos del infinito piar de «Milana, bonita», un homenaje a la inteligente sensibilidad de Azarías y de su vulnerable pájaro que, ¡oh maravilla!, ensombrece la vocación de cazador del escritor.

        En la curva del pinsapo, donde la Naturaleza nos trae acordes ora melodiosos, ora discordantes, late a trompicones el cansado y abatido corazón delibiano. Decía Sacristán que "el lenguaje de Miguel Delibes es universal porque cuenta y describe sentimientos”, en este caso, trenzando Naturaleza y amor; un amor que, aun exánime, salva por ser un instante inolvidable, triste, pero de amor; y un paisaje sanador que, sin embargo, un alma cabizbaja y apesadumbrada no puede contemplar. 

        Amor y Naturaleza dialogan sí, pero sin llegar a entenderse en la curva del pinsapo de “Mujer de rojo sobre fondo gris”, probablemente por ser una obra de gran peso autobiográfico.Tuvieron respuesta esos celos que el narrador sintió por el cuadro de su historia, una obra real, titulada "Mujer de rojo", que luce en su despacho, retrato que mostraba a su mujer vestida de un rojo vibrante sobre un fondo gris. Celos por "no haberlo sabido pintar yo", lamentando e incluso odiando que hubiese sido otro el que la inmortalizase en todo su esplendor. Porque murió joven, apenas con 48 años, y aquel fue un amor sin atardecer, que pasó de forma abrupta de la mañana de la juventud y la madurez a la oscuridad de la senectud. "Me parece que hemos pasado de la juventud a la vejez no en poco tiempo sino en una noche... y de repente Ángeles ha hecho mutis y nos ha cambiado la decoración sin enterarnos", le escribió Delibes a un amigo a los pocos días de morir ella.

        Alumbrada la verdad propia, el fuego de la creación todo lo sublima y purifica, aunque sigamos dando los buenos días a la tristeza, con permiso de Françoise Sagan. Pero aquí no hay días de playa, hedonismo material ni decadencia burguesa, sino tierra adentro, introspección, delicadeza e intimidad naufragando en el océano de la tragedia de la muerte como la pérdida de una vida compartida; o como la desconexión del alma con un paisaje ya incapaz de insuflar vida.

        En la curva del pinsapo late también la devoción de Delibes por la Naturaleza, el mundo rural y sus gentes, supervivientes esclavos de circunstancias duras que retrata en su obra. Pero también encumbra todas esas pequeñas cosas sin importancia aparente, pero que aligeran la pesadumbre de vivir y crean nuestro lugar en el mundo: esas tierras castellanas a las que permaneció siempre fiel. Igual que el amor, sencillo y sin pretensiones, sin necesidad de más que la vida: “Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad”, reza la obra. 

        Una sencillez que es ese amor frágil pero inmenso e inmortal que reta a la misma eternidad; un amor que todo lo puede y una fidelidad de puro oro que bien pudiera encarnar tan hermosa estampa, detenidos dos amantes enamorados de la vida en aquella curva, bajo el pinsapo, donde la mirada en derredor sigue sin hallar consuelo. "Y los dos aceptábamos, de antemano, la situación. Nos bastaba mirarnos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde”, recita Sacristán, y concluye que interpretar esta obra ha sido "un sueño por fin realizado, del que es mejor no despertar", porque “cuando esto acabe va a ser muy difícil encontrar otra cosa que tenga este equivalente. Por cosas así, por Señora de rojo, se vive”. Porque, por fortuna, la sombra del ciprés no todo lo alcanza, y solo la memoria del amor nos mantiene vivos cuando todo parece perdido, allí, en la curva del pinsapo. 

© Texto registrado. Todos los derechos reservados.