Morir sin darse cuenta
[Cuento - Texto completo.]
Sita Farah Monroe
Una densa niebla había bajado de las montañas y lo envolvía todo. Cerré los ojos y los volví a abrir con la esperanza de encontrarme un día luminoso, cruzado por la telaraña amarilla que solía tejer el sol. Inútil intento. La turbia capa de aire seguía enseñoreándose de aquel camposanto que me resultaba tan familiar. Yo lo visitaba dos veces al mes. Me detenía frente a una lápida en la que, cuando la luz lo permitía, aún podía leerse: “En memoria de mi madre que murió sin darse cuenta. Su afligida hija Elisa”. Ni qué decir tiene que yo era su hija, su afligida hija. Mi padre quiso que se escribiesen esas palabras sobre aquel rectángulo de mármol.
Cada quince días me llegaba hasta allí. Sin importarme las piedrecillas que se me incrustaban en las piernas, me arrodillaba y mi mano se alargaba hasta el ligero túmulo bajo el cual dormía mi madre y depositaba dos rosas recién cortadas. Una roja y otra blanca. Roja como la sangre que le brotaba del pecho el día en que murió y blanca como la blusa que llevaba. Mancha roja sobre fondo blanco.
Tras ofrecerle las flores, mis recuerdos volaban atravesando los años ocultos ya en el pasado.
Yo era una niña de ocho años. Mi madre se me presenta como una mujer joven, vivaz y con el brillo del universo instalado en sus ojos. Cantaba frecuentemente y bailaba, al tiempo que me abrazaba y me hacía girar en volandas y me estrechaba entre sus brazos. Ëramos felices. Supongo que lo éramos. Mi padre, sin embargo, nos miraba a distancia y con el gesto un tanto huraño.
Muchas tardes, cuando el sol ya retrocedía ante la presencia del inhóspito anochecer, nos visitaba la única vecina que teníamos. Ella vivía en una casita azul frente a la nuestra que solamente era blanca. Ambas casas se hallaban al borde de un camino muy poco frecuentado y bastante solitario, puesto que llevaba a una fuente ya agotada desde hacía bastante tiempo. La mujer vivía sola a pesar de que los años la habían invadido por los cuatro costados. Nosotros, en cambio, formábamos una familia, aunque, cierto era que de solo tres miembros. Esta vecina nuestra se llamaba Marucha. Aunque todos en el pueblo la llamaban “la vieja Marucha”. A pesar de los muchos años pasados, recuerdo su forma de mirar, puntiaguda como una flecha; las arrugas de su rostro, profundas y numerosas; el color cetrino de su piel… Cuando hablaba, arrastraba las palabras antes de soltarlas del todo y las acompañaba de un tenue silbido que surgía de las oquedades que dejaba su maltrecha dentadura.
La anciana sabía que mi padre rechazaba su presencia en nuestra casa. Por eso acudía a visitarnos un rato antes de que él regresara del trabajo; pero a la hora de volver a su casa, arrastraba los pies más de lo necesario con el fin de hacer tiempo para que mi padre aún pudiera ver su silueta cruzando el camino.
—¿Qué quería la vieja?—nos preguntaba entonces mi padre, apenas ponía un pie en casa.
—Solo ha venido a pedirnos sal —respondía mi madre, sin querer darle más señales porque sabía que no quería que nos frecuentara.
—Tened cuidado con ella: ha estado en la cárcel y no por nada bueno —nos amonestaba mi padre, con una sombra de preocupación encendida en sus ojos.
Mi madre era una persona muy curiosa. Por eso, al día siguiente, sin preámbulo alguno, le espetó a la vieja cuando pasó a vernos:
—Señora Marucha, nos tiene usted que explicar qué le llevó a la cárcel. Mi marido dice…
—Tu marido dice lo que acaban diciendo todos en este pueblo —la interrumpió la anciana, moviendo destempladamente los brazos—. Pero yo te contaré la verdad para que no vayas mendigándola por ahí.— Hizo una pausa larga para convocar el cúmulo de recuerdos que andarían dispersos por su interior, y prosiguió—:Me hallaba yo en mi casa pelando patatas. En una mano una linda patata casi tan grande como la cabeza de esta niña —. Y me señaló a mí— Y en la otra, un hermoso cuchillo con la punta y el borde bien afilados. En esos momentos entra mi marido en casa. Viene como de costumbre: opositando a tonel y dando voces destempladas. ¿Qué creéis que ocurrió entonces? —. Aquí la vieja hizo otra pausa, taladrándonos con su mirada—. Yo os lo diré —prosiguió—: el hermoso cuchillo que aferraba mi mano, y sin yo permitírselo ni quererlo, se desprendió de mis dedos y voló a clavarse en el vientre de mi inocente marido. —Y balanceando levemente la cabeza, concluyó —: El pobre murió sin darse cuenta, sin darse ninguna cuenta.
Tras su confesión, la vieja Marucha dio media vuelta y comenzó a regresar a su casa. También esta vez movió con lentitud sus pies; y cuando comprobó que mi padre asomaba por una punta de la calle y que la había visto, aligeró el paso y se ocultó en su cubil.
—¿Y bien? ¿Qué ha sido esta vez? ¡Y no me digáis que solo ha venido a daros las buenas noches! —nos interrogó mi padre, apenas se halló a nuestro lado.
Como fuera que nuestras bocas aún permanecían abiertas de estupor por la historia de la vieja, no pudimos ocultarle la verdad y se la referimos punto por punto.
—Su versión; os ha contado su versión —estalló mi padre—. ¿Quién va a creerse que el cuchillo voló por propia voluntad de sus manos y se clavó en el vientre de ese pobre hombre?
Desde aquel día mi madre esquivaba cuanto podía a la anciana Marucha. Dejó de sonreírle y, cuando no podía evitarlo, solo la saludaba con un leve movimiento de la cabeza de impreciso significado. La vieja, que no era tonta y que hasta tenía su orgullo, acabó por no dejarse ver por nuestra casa.
Cuando seis meses después, a mi regreso del colegio, vi a mi madre tumbada en el patio interior de mi casa con el hacha que usábamos para cortar leña clavada en el pecho, y a mi padre, arrodillado a su lado con las manos manchadas de sangre, comprendí que una tragedia parecida a la de la vieja Marucha había azotado a mi familia.
Me aproximé a mi padre y le dije:
—Padre, creo saber lo que ha pasado. El hacha ha volado de sus manos sin usted consentírselo y se ha clavado en el cuerpo de madre, que ha muerto sin apenas darse cuenta, ¿no es así, padre?
Mi padre se quedó unos instantes perdido en su propio interior; pero como si retornara de un lugar muy lejano, contestó:
—Es cierto, hija, es cierto. Estaba yo cortando leña y tu madre a mi lado recogiendo los tocones que salían rodando por los suelos. De pronto, el hacha salió disparada por sí misma y se fue a clavar en el pecho de tu madre. ¡Maldita hacha! ¿Qué embrujo le daría alas para emprender tan trágico vuelo?
—Padre, no se preocupe de nada. Verá como todo el mundo entiende que nada ha tenido usted que ver en ello —le consolé yo, verdaderamente impresionada por el sentimiento que teñía su voz.
Él calló momentáneamente. Pero al cabo de un momento, tomó mis manos entre las suyas y me dijo:
—Escucha, hija mía: si contamos que era yo quien sostenía el hacha, acabaré con mis huesos en una prisión y, tal vez, ajusticiado. Si esto es así, tú te encontrarás completamente sola en este mundo —me aclaró mi padre. Y continuó—: Verás: diremos que tú eras quien sostenía el hacha cuando, inesperadamente, emprendió ese vuelo fatal. Tú eres tan solo una niña de ocho años cuyas exiguas fuerzas nada pudieron hacer para frenarla, ¿queda claro, hija mía? Tu corta edad, la inocencia que reflejan tus ojos, la fragilidad que muestras en tu persona… Todo ello hablará a tu favor y nadie tendrá el corazón tan duro para inculparte de nada.
En esos momentos mi padre me pareció el ser más bondadoso del mundo, solo preocupado en que no hubiera nada que nos pudiera separar.
Ahora que los años ya han doblado mi cuerpo porque la vida ha empezado a pesarme en las espaldas, pienso cada vez más en la terrible muerte que tuvo mi madre. En cuanto a mi padre…
Mi padre se casó un año después con otra mujer con la que, según decían algunos, ya se entendía antes de que mi madre muriese sin darse cuenta.
Una flor roja. Otra, blanca. Perdóneme, madre. Seguiré viniendo a verla hasta el día señalado para quedarme a su lado para siempre. Solo le pido a los cielos que también a mí la muerte me sorprenda sin darme cuenta.
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