Una muerte repentina

[Cuento - Texto completo.]

Gio Jabelson

Había dejado esta vida sin proferir un ¡ay!. Súbitamente. La buena mujer, Mágica-Lorena para todos, pero Magi para Leonardo, su marido, estaba echada en la cama, ausente ya el calor de su cuerpo. Fría.

   —¡Magi! —la había llamado él al despertar aquella mañana y descubrirla inerte a su lado—. No pretenderás dejarme solo. Sabes que soy un completo inútil; que sin ti no entiendo nada de esta vida.

   Al no hallar respuesta, se levanta de la cama y se dirige al salón. Coge el teléfono, espera a oír el zumbido del tono y marca un número. El teléfono era de los antiguos; de esos que tienen una rueda con agujeros y que vas moviendo con un dedo.

   —¿Quién es? —oye a través del auricular.

   Es su hija Claudia quien ha hablado.

   —Soy yo, tu padre —le contesta, al tiempo que se da cuenta de que se halla descalzo. Deja el teléfono colgado de su cable y vuelve a la habitación. Al entrar, se queda unos segundos contemplando el cadáver de su querida Magi; pero luego, volviendo en sí, recuerda para qué había vuelto allí y se dirige a su parte de la cama. Se sienta sobre el borde y se pone las zapatillas de fieltro que Magi le había regalado en su último cumpleaños. A continuación, caminando como si llevase los pies encadenados, vuelve al salón, coge el teléfono que aún se balancea colgado del cable y dice—: Claudia, querida, ¿estás ahí?

   —Sí, papá, aún estoy aquí. ¿Cómo has podido dejarme con la palabra en la boca?

   —Hija, estaba descalzo. He ido a ponerme las zapatillas. Ya sabes que a tu madre no le gusta que vaya sin ellas por la casa.

   —Está bien, papá. Dime, ¿para qué me llamas? 

   —Te llamo porque tu madre… Tu madre…

   —¿Qué le pasa a mamá? Anda, dile que se ponga. Ella me explicará lo que sea.

   —Sí, ahora… Ahora se lo digo —contesta, soltando de nuevo el auricular y encaminando sus pasos hacia la habitación donde su mujer se halla sin vida.

   Se para en el umbral, mira hacia el interior, da media vuelta y regresa. Atrapa el teléfono.

   —Claudia —dice—: Mamá no puede ponerse.

   —¡Cómo que no! —responde la voz desde el otro lado de la línea—. Ella nunca sale de casa tan temprano.

   —No…, no…, no —la interrumpe su padre —. No es eso. Es que creo… que está muerta.

   —¡Cómo! ¡Qué! Papá, piensa en lo que dices. Pásale el teléfono a mamá.

   —Yo se lo paso si quieres. Pero no te va a hablar. ¡Está muerta, Claudia! ¿Me oyes? ¡Está muerta!

   —¡Tranquilo, papá! En quince minutos estoy ahí. Pero si es una de tus bromas…

   Su hija ha colgado y él se queda en medio del salón sin saber muy bien adónde dirigir sus pasos. Hace el intento de caminar hacia su habitación; pero de pronto, cae en la cuenta de algo muy importante y regresa junto al teléfono. Consulta en un cuadernillo que se encuentra al lado y marca un número.

   —¿Es la funeraria Estrella Luminosa? —pregunta, cuando advierte que alguien le escucha.

   Y ante la respuesta afirmativa, continúa:

   —Les llamo para notificarles la muerte de mi esposa.

   Alguien está hablando al otro lado de la línea. Cuando cesa esa voz, es él quien continúa:

   —Mi esposa se llama…se llamaba Mágica-Lorena Marquina Rodas.

   Escucha unos segundos antes de volver a hablar:

   —Yo me llamo Leonardo Escribano. Y sí, soy su marido. Mi mujer y yo los esperamos. Vengan lo antes posible.

   Instantes después llega a la casa Claudia.  Ha abierto con sus propias llaves. Un silencio profundo envuelve el salón.

   —¡Papá, mamá! —llama en voz alta.

   Nadie le responde. Alarmada, se dirige al dormitorio de sus padres. Allí los encuentra. Muy quietos. Muy en la postura de los muertos; sobre todo él, con los brazos cruzados sobre el pecho.

   —¡Papá! ¡Mamá! —grita Claudia y agita con fuerza a su padre por los hombros.

   —¡Qué ocurre! ¿Qué te pasa? —exclama Leonardo, zafándose como puede del ataque de su hija.

   —Pero papá, ¿qué broma es esta? ¡Estáis vivos! —casi le reprocha su hija.

   —¿Vivos? —le responde su padre, medio incorporándose en la cama—. Puede que yo sí lo esté. Pero te aseguro que tu madre no lo está.

   —¡Cómo! ¡Qué! —exclama Claudia, observando con mayor detenimiento a su madre—. ¡Madre, Madre! —la llama con la voz desgarrada, arrojándose sobre ella.

   En ese momento se oye el timbre de la casa.

   —Deben ser los de la Estrella Luminosa — advierte el hombre, poniéndose en pie—. Los he llamado para que vinieran a prepararnos a tu madre y a mí.

   —¡A mamá y a ti! —logra articular Claudia—. ¿Pero qué locura es esa? ¡Tú estás vivo!

   Sin hacer ninguna objeción, a paso lento, arrastrando los pies, se dirige a la puerta de donde surge un segundo timbrazo.

   —Pase, pase —le dice al abrir al funcionario de la funeraria cuando está frente a él.

   —¿Es usted don Leonardo? —le pregunta este, antes de dar un paso al interior.

   —Sí, sí. Pase. Mi mujer ha muerto súbitamente esta noche. Haga lo necesario para que, a lo más tardar mañana, nos entierren —le aclara el recién estrenado viudo.

   —Descuide usted, que todo se hará a su gusto, señor —le asegura el funcionario en un tono muy profesional. Pero de pronto, se detiene en medio del salón como si un rayo divino lo hubiera convertido en una estatua de sal—. Querrá usted decir que prepare el entierro de su esposa, ¿no, don Leonardo? —puntualiza, creyendo haber oído mal.

   —¡No, no! Prepare el entierro de ella y el mío, de ambos.

   —¡Ejem! —se permite una discreta tosecilla el empleado —. Mucho me temo que no llego a… Dígame, don Leonardo, ¿hay algún familiar suyo en la casa? ¿Tal vez… un hijo?

   —Una hija —le contesta Claudia, emergiendo del interior de la casa. Unas lágrimas perlan el cristalino de sus ojos.

   El padre la contempla emocionado un instante; pero, dirigiéndose al empleado de la funeraria, le dice:

   —Bueno, pasemos a lo que nos ocupa. ¿Cuándo piensa que nos van a enterrar a mi mujer y a mí? ¿Lo tiene, usted, todo dispuesto?

   —¡Cómo! ¡Cómo! —se muestra confundido el interpelado—. ¡Pero usted está vivo, señor mío! ¿Qué está insinuando?

   Don Leonardo no se arredra ante estos inconvenientes.

   —Si el problema es que estoy aún vivo, ahora mismo me pego un tiro en la sien y todo arreglado —le dice, con la naturalidad de quien pide una copa de vino en el bar de la plaza —. Pero preferiría que me enterrasen estando vivo.

   El funcionario cree que el mundo se tambalea, que aquellas paredes se van a venir abajo de un momento a otro. Dudando de la salud mental del dueño de la casa, se vuelve hacia Claudia, que ya se encuentra más serena, y le dice:

   —¡Pero usted ha oído, señorita! ¡Quiere que lo enterremos junto a su mujer!

   Claudia tampoco se puede creer lo que ha manifestado su padre. ¿Qué tontería era esa?

   —¡Papá, papá! Hoy no es día para bromas —le recrimina—. ¡Mamá está muerta ahí al lado!

   —No estoy bromeando, hija. Hablo muy  en serio. Tu madre ha muerto de repente esta noche. Se nos ha quedado pendiente no solo despedirnos; sino infinidad de cosas que llevábamos entre manos. Necesitamos hablar aún nuestro buen tiempo.

   —¡Alto, alto, alto! —interviene abruptamente el empleado de la funeraria—. Algo tendré que opinar yo, ¿no les parece?

   Y como los otros dos quedan a la espera de lo que tiene que decir, continúa, dirigiéndose al viudo:

   —Usted, señor mío, no puede recibir sepultura mientras esté vivo: eso, al menos, es lo que señalan las leyes de este país.

   —Está bien; ya le he dicho que un tiro lo arregla todo —replica, sin inmutarse, don Leonardo. Aunque inmediatamente, una idea viene a iluminarle —: O mejor aún: mi mujer no sale de esta casa…por ahora. La necesito aquí unas cuantas semanas.

   —Definitivamente, has perdido la razón, papá —le reprocha Claudia; y, muy ofendida, se dirige a la habitación donde yace su madre.

   Cuando quedan solos, don Leonardo interroga al empleado de la funeraria:

   —¡Y bien! ¿Qué me dice usted?

   —¿Yo? ¿Qué he de decirle a usted, buen hombre? —se excusa—. Lo cierto es que no hay ninguna ley que le obligue a enterrar a su mujer ni en un día ni en dos…

   —Ni en una semana… Ni en dos…— añade el anciano.

   —No, no hay nada legislado sobre estos asuntos. Pero le advierto —señala con su voz de funcionario  el otro —, que las normas de Sanidad son muy estrictas a este respecto y exigen que la fallecida debe ser conservada de manera que su descomposición no cause problemas de Salud Pública. 

   — Le aseguro, señor mío —lo tranquiliza don Leonardo—, que así será.

   Tras estas palabras, gira sobre sus talones, se dirige hacia el lugar donde aún cuelga el teléfono y después de marcar, encarga un congelador de dos metros de longitud.

   —Mi mujer va a estar debidamente conservada durante estos quince o veinte días que permanecerá a mi lado —le informa al agente de la funeraria, que no sale de su asombro mientras abandona la casa.

   —Y ahora, hija mía —le dice a esta en cuanto la ve aparecer de nuevo por el salón—, puedes regresar a tu casa. Las próximas semanas voy a estar muy ocupado hablando con tu madre de todos los asuntos que hemos dejado pendientes a causa de su muerte repentina.

   Antes de irse, Claudia tiene que prometerle a su padre que durante tres semanas no lo molestará con llamadas y, mucho menos, acudiendo a la casa. 

Pero a los doce días, no puede soportar más su impaciencia y se presenta allí. Los halla a ambos metidos en el congelador, abrazados y con una sonrisa de felicidad eterna dibujada en sus rostros.


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