El invitado

[Cuento - Texto completo.]

V. S. Tati

        Don Álvaro Puente caminaba por la calle sin el acostumbrado malhumor que ensombrecía su rostro. Nevaba y en cualquier otra circunstancia eso le hubiera parecido un contratiempo molesto. Pero era Nochebuena y la nieve contribuía a darle el perfil clásico a la festividad de aquel día. Y no es que don Álvaro fuese alguien sensible a las fiestas religiosas. En realidad, en su fuero interno las detestaba. Pero desde que había formado una familia con su mujer, un hijo y una hija, don Álvaro aplaudía la utilidad de fiestas como aquella, que contribuían a dotar de sólidos pilares a la sociedad. Brindan la oportunidad, pensaba, de que los niños adquieran unos valores que les irán muy bien en su formación como personas. Por ejemplo, don Álvaro recordaba haber visto en un documental cómo el Papa, una persona tan encumbrada, se inclinaba ante unos mendigos y les lavaba los pies. ¡Qué lección, santo Dios! Y qué necedad no aprovecharla para que sus propios vástagos adquirieran alguna brizna de tan preciado ejemplo. Dispuesto, pues, don Álvaro, a que enseñanzas de esta clase vinieran a embellecer la vida de los suyos, deambulaba, sumido en estos pensamientos, por unos callejones muy alejados de las amplias avenidas por las que solía moverse.

        Dejó atrás unas vías férreas que cortaban en dos un camino encharcado y se paró frente a una desvencijada chabola. Por un instante dudó entre llamar a la puerta o hablar alto para que alguien le oyera desde el interior. Sumido en esa indecisión, advirtió que una voz carrasposa de mujer le salía al encuentro.  

         —¿Quién va? ¿Quién es?

         —¿Nela? ¿Es usted Nela, La Manteca? —preguntó Don Álvaro, aun sin ver el rostro de quien le interrogaba.

         —Sí, Nela, Nela soy yo… —respondió la misma voz, pero en esta ocasión asomando ligeramente su persona para que pudiera visualizarla el recién llegado. La tal Nela era una mujerona gruesa, enfundada en unos andrajos negros que la cubrían desde la cabeza a los pies. Su cara, no obstante, permanecía descubierta y en ella resaltaba una nariz gruesa asaltada, a partes iguales, de cavidades y protuberancias; dos ojillos espantados por tan intimidante vecindad y una boca que, a no ser por algunos dientes que todavía se obstinaban en permanecer, hubiera parecido la mismísima cueva del gigante Polifemo.

        —Vengo a por el chico —explicó Don Álvaro—. ¿Está preparado? ¿Lo ha vestido usted de la manera más…, más humilde que ha podido?

         —¡Ja! En primer lugar yo no lo visto de ninguna manera. Ya tiene doce años y lo puede hacer él solito —aclaró la vieja—. Y en segundo lugar, se viste de la única forma posible, porque ropa solo tiene la que lleva. —Y volviendo su cara hacia el interior de la chabola, vociferó, agriando aún más su voz—: ¡Eh, tú, muñequito de tu abuela, no te hagas esperar!

        Pasaron unos segundos y de aquel habitáculo inmundo emergió una frágil figura. Era, en efecto, un niño de unos once o doce años, apenas cubierto por unos harapos, que constituían toda su vestimenta.

 El primer impulso de Don Álvaro, al verlo tan desvalido, fue el de quitarse  su confortable abrigo y cubrir con él a aquella indefensa criatura. Pero cambió de parecer al asaltarle la idea de que sus planes salían favorecidos con la imagen de indigencia extrema que mostraba el niño.

        —Anda con este…, con este…señor —le ordenó la vieja a quien pasaba por ser su nieto, tiñendo de desprecio la palabra “señor”—. ¡Ah, si luego no encuentras el camino de regreso me harás un favor. —agregó antes de desaparecer en su covachuela—. Y no te olvides— vociferó desde el interior— de llevarte a tu chucho: ese maldito demonio ladra sin parar cuando no estás.

        Don Álvaro dirigió la mirada hacia el suelo y se percató de que, junto al niño, había un perro de raza entremezclada, de los que suelen abundar entre los que se abandonan en las calles. Cuando hombre y niño comenzaron a andar, el perro siguió sus pasos con docilidad.

        Seguidos del can, don Álvaro y su pequeño acompañante formaban un conjunto singular. La noche acababa de caer sobre la ciudad y las gotas de nieve, iluminadas por las farolas, simulaban pequeñas mariposas de indeciso vuelo. La persona adulta de los que caminaban iba perfectamente abrigada, protegía sus manos con guantes de piel y su cabeza con un sombrero de cortas alas, muy a la moda. En cambio el niño, que le seguía, llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, no quedando claro si lo hacía para protegerse del frío lacerante de aquellas horas o para evitar que los pocos pingajos que lo tapaban acabaran cayéndosele, dejando su cuerpo al descubierto. 

        Aquel extraño paseo lo hicieron en completo silencio. Llegaron a las puertas de una lujosa mansión y don Álvaro, volviéndose hacia el niño, le dijo:

        —Esta es mi casa. Aquí vivo con mi familia. Ahora yo entraré y tú esperarás unos minutos. Llamarás entonces al timbre y a quien te abra le pedirás que te socorra. ¿Lo has entendido?

        El pequeño no entendía nada y su mirada lo delató.

        —Escucha —continuó don Álvaro—, tiene que ser así. Yo no puedo ir por ahí buscando pobres y trayéndolos a mi casa. Carecería de autenticidad. Has de ser tú quien implore caridad. Todos los años ha sido así. Tómalo como una manía de los que vivimos aquí.

        Ni el mismo don Álvaro entendía del todo esta forma de obrar. Pero atesoraba en su cabeza ciertas reminiscencias medievales de cuando los señores feudales amparaban con su socorro a todo aquel que llegaba a las puertas de sus castillos. Esta es, pensaba, la mejor manera de que sus hijos se pertrecharan de aquellos altos valores de antaño que el tiempo había acabado por arrumbar.  

        Aterido de frío y perplejo quedó el niño a la espera de que pasasen los pocos minutos que le habían ordenado aguardar. Tras los cuales, oprimió el botón colocado en un costado de la pared. Sonó el timbre y, trascurrida una larga espera, una mujer con delantal abrió la puerta.

 —¿Qué quieres, chico? —preguntó, mirando al pequeño visitante con desdén.

        —Yo…, yo quiero…, tengo hambre —logró balbucir, tras sobreponerse al intenso temblor que el frío le procuraba.

        —Pasa —le ordenó quien sin duda era una criada. Y reparando en el perro, añadió—: el chucho que espere fuera.

        —Pero la nieve no para de caer —objetó el niño—. Solo necesita un rinconcillo en la casa para echarse al suelo y dormitar.

        —Si necesita un rinconcillo que lo busque por la calle —le aclaró cortante la mujer—. Y espabila en pasar, que me estoy congelando con tanto remilgo. 

        La criada lo condujo por un largo pasillo y sin llamar, abrió la puerta del despacho de don Álvaro. Este se encontraba sentado tras una mesa de roble.

        A la luz de las lámparas, el dueño de la casa observó al niño con detenimiento, percatándose de ciertas características que en la penumbra de las calles mal iluminadas le habían pasado desapercibidas: figura escuálida, pelo castaño con tonalidades rojizas, ojos verdes con vetas marrones, nariz pequeña pero bien dibujada y toda una legión de pecas inundándole la cara.

        Terminado su análisis, don Álvaro le preguntó a su “invitado”:

        —¿Cuál es tu nombre? —Y ante la respuesta de que se llamaba Torki, continuó—: Mira, Torki, harías bien en parecer más harapiento, más desahuciado, más…¡cómo diría yo!…— más pobre y desamparado.

         Torki quedó estupefacto ante esa demanda.

        —Haré todo lo posible —respondió, con voz compungida— por mostrarme todo lo pobre que usted quiera.

        —¡Bien, bien! —aprobó complacido el hombre—. Eso me gusta. La cena nos sentará mejor a todos si tú eres muy, pero que muy pobre.

        Dispuesto a no dilatar más la espera, cogió de una mano a su “invitado” y ambos se dirigieron al comedor de la casa.

        Justo debajo de una gran lámpara colgada del techo, había un amplio surtido de alimentos sobre una mesa rectangular, en donde ya se hallaban sentados la dueña de la casa y sus dos hijos: una niña de edad similar a la de Torki y un niño de apenas un año menos.

        —Adela, querida —dijo al entrar don Álvaro, dirigiéndose a su esposa—: aquí está el pobre que he podido conseguir para esta Nochebuena.

        —Bienvenido a esta casa —le dijo al “invitado” doña Adela, esbozando una sonrisa que no logró romper el hielo de su mirada, y añadió—: Vas a compartir con nosotros la cena de Nochebuena, ¿lo sabes, no? —A continuación lo observó con mayor atención y prosiguió— Pareces pobre, pero no sé si lo suficiente para la ocasión—. Solo faltaría que nuestro gesto, trayéndolo a casa, poniéndolo al lado de nuestros hijos, no significase gran cosa para el Altísimo.

        Don Álvaro se mostró desconcertado por unos instantes. Pero logró reponerse y contestó:

        —Ya conoces, querida Adela, lo estricto que soy para estas cosas. Te       aseguro que es pobre de solemnidad.

        —¡Ah!, en ese caso, acércate —le ordenó al “invitado” la dueña de la casa—. Siéntate en un lado de la mesa, frente a nuestra hija Lisi y nuestro hijo Carlos.

        Los dos hermanos sonrieron abiertamente, sin quitarle el ojo de encima a tan insólito comensal. Don Álvaro, mientras tanto, se sentó en el extremo opuesto a su esposa, presidiendo la mesa a la antigua manera.

        Torki tomó la indicación de doña Adela de que podía sentarse como una señal para empezar a comer, y ya alargaba sus manos para atrapar el bocado que más le atraía, cuando advirtió que los demás habían inclinado la cabeza y parecían sumidos en un sueño. A punto estaba de llamarlos a gritos, cuando la voz de don Álvaro comenzó a oírse con claridad:

        —Te damos gracias, Señor, por los alimentos que has puesto a nuestro alcance. También te damos las gracias por permitirnos vivir en una casa confortable, lejos del barro y las inmundicias que padecen los que te ignoran. Verás que hoy hemos traído a un ”invitado” a nuestra mesa. Lo hemos hecho porque es un necesitado y confiamos que Tú tendrás en cuenta el socorro que le prestamos. Amén.

        De tres bocas más salió la palabra “amén” y a partir de entonces todos comenzaron a comer.

        A ello se dedicaron en silencio los primeros minutos. El matrimonio y sus hijos utilizaban distintos cubiertos según la ocasión lo requiriese; pero  Torki, que intentó seguir tan conveniente ejemplo, acabó por ignorarlo y usar sus propias manos, considerando que era lo más efectivo, por ser el método que él practicaba desde que tenía uso de razón.

       —Mamá, papá: come como los animales —apuntó Lisi, a la espera de que alguno de los dos remediase lo que para ella resultaba un grotesco espectáculo.

        —Hija, ya sabes lo que ocurre todos los años cuando traemos al “invitado” —le aclaró su madre—.Ten en cuenta que los pobres son seres sin pulir.

        —Pero es que a mí me da angustia —insistió la niña, dejando los cubiertos sobre la mesa y negándose a seguir comiendo.

        —Mira, vamos a hacer una cosa —intervino don Álvaro en tono conciliador, dirigiéndose al transgresor de las normas de urbanidad—: Vas a llevarte a la boca solo aquello que puedas pinchar con el tenedor. No uses las manos para otra cosa que no sea coger el tenedor, ¿me comprendes? —Y girando su cabeza hacia la pequeña protestona, añadió—: Asunto arreglado, ¿no, Lisi? Asunto arreglado. ¡Ahora, a comer!

        Y comer es lo que hicieron todos…, excepto Torki, que quedó confundido y avergonzado.

         —¿Cómo te llamas? —le preguntó entonces Carlos al “invitado”.

        —Me llamo Torki — contestó este, con la voz aún algo apagada.

        —¡Ja, ja! —se rió Lisi. —Tienes nombre de perro.

        —No me importaría tener nombre de perro —contestó Torki. —En realidad, mi mejor amigo es un perro.

         —¡Tu mejor amigo un perro! —exclamó Carlos. —Un perro no puede ser nunca amigo de una persona.

        Torki se sintió dolido por aquellas palabras.

        —No me he puesto el nombre de ningún perro — protestó—. Torki es como me llamaba mi madre antes de…, antes de… —Unas pequeñas lágrimas le impidieron seguir hablando.

        —Antes de que… ¿De que muriera? ¿Es eso lo que ibas a decir? ¿Tan pobre eres que ni madre tienes?

        Las palabras de Lisi resonaron lacerantes y frías como un témpano de hielo. Don Álvaro, ligeramente inquieto al escucharlas, levantó del plato su mirada y contempló cómo su esposa bebía de la copa sin alterar los músculos de la cara, por lo que se tranquilizó y siguió comiendo sin ni siquiera carraspear.

        Torki, en cambio, notó como si se hundiese en su propia silla, tal vez por el deseo que tenía de desaparecer de aquel lugar. Aún así, respondió:

        —Sí, tan pobre soy, tan pobre… —Y a punto estaba de llorar; pero de pronto, asaltado por un recuerdo, se le iluminó el rostro y exclamó—: Pero antes de morir, mi madre me dijo que si la buscaba en alguna ocasión, que mirase el cielo, que allí estaría ella. Y yo cada noche miro y sé que la estrella más hermosa es mi madre.

        —¡Qué presuntuoso eres! —intervino Lisi. —Las estrellas son de todos. Tú no puedes tener una sola para ti. Además, tú eres pobre y los pobres no tenéis nada. ¿Lo entiendes?: ¡Nada!

         Don Álvaro, que había permanecido expectante, pero callado, advirtió que no estaría nada mal que interviniese para apaciguar los ánimos:

        —Venga, muchachos, Lisi, Carlos: sed amables con el pobre que comparte este año nuestra mesa. Es Nochebuena y tenéis que dejaros llevar por los más nobles sentimientos. De lo contrario, ¿de qué nos servirían nuestras buenas acciones?

        —Pero papá —protestó Lisi con la vehemencia de una señorita ofendida. —Es que dice que en el cielo hay una estrella que es suya.

        Que su queridísima hija se mostrase alterada por las palabras de un simple “invitado”, provocó en don Álvaro un cierto grado de enfado que le incitó a intervenir de forma tajante:

        —¡Ah, no! Eso no está bien que lo diga un ser obligado a mendigar por las esquinas. Es algo pretencioso y está fuera de lugar. Si algún día hubiese que adjudicar las estrellas a los que estamos aquí abajo, ten en cuenta, muchachito, que los ricos daríamos un paso al frente para que esas cosas tan rutilantes y bonitas no fueran a parar a manos indignas y sucias como las de los pobres.

        —¡Oh, querido! —exclamó doña Adela desde el otro extremo de la mesa, palmoteando de mentirijillas y lanzándole al aire un beso—. No esperaba que dijeses menos. ¡Bravo, bravo! 

          —De todas formas —se apresuró a moderar su hinchado ego don Álvaro—, la Noche nos obliga a ser comedidos no solo en nuestros actos sino también en nuestras opiniones. Así es que Lisi, Carlos, ejem… Torki: Os pido que os dejéis ganar por el espíritu del Nacimiento que conmemoramos y que entabléis conversaciones menos…, menos… con-flic- ti-vas. 

         —Y como viera don Álvaro que sus palabras no habían aplacado el fuego que aún se vislumbraba en los ojos de su princesita, quiso zanjar la cuestión de la siguiente manera—: Veamos Carlos, Lisi, ¿qué os parece si las estrellas más brillantes y espléndidas del Universo son para vosotros? ¿Os complacería una cosa así? Pero…, pero a cambio os pido un favor en aras de la concordia de esta noche: Queridos hijos, vais a dejar que una estrella, en realidad una estrellita, la más pequeña, aquella que ni siquiera se puede ver sin forzar la vista, esa pequeñuela insignificante, sea para Torki, para él. ¿Qué, firmamos la paz?

        Lisi no pudo reprimir su alegría; saltó de su silla y corrió hacia su padre, quien la esperaba con los brazos abiertos. Se fundieron en un abrazo y la niña estampó un sonoro beso en la mejilla de su progenitor.

  —Gracias, papi —exclamó—. ¡Qué bien arreglas todas las cosas! —Luego caminó hacia su silla y le dijo a su hermano muy ufana—: Yo me pido las cien estrellas más brillantes. Las demás para ti. ¡Ah, y a ese! —señaló con un gesto de su cabeza a Torki—, no le dejes ninguna.

        A pesar de su inmensa fortuna espacial, Carlos se quedó bastante fastidiado con la elección que había hecho su hermana y se hundió en su silla bajo el peso de una agobiante frustración. Necesitaba rebelarse contra alguien o contra algo, pero no encontraba una causa de peso para hacerlo; por lo que, levantando de improviso la voz, prorrumpió:

        —¿Sabéis lo que pienso? —Y ante el interrogante que se dibujó en los rostros de los demás, continuó—: Que me gustó más la Nochebuena del  año pasado. Vino de “invitado” un africano que no pidió ninguna estrella.

 —Sí, en efecto —intervino ahora la señora de la casa, apresurándose a darle la razón a su preferido—. Eso es bien cierto. ¡Era tan complaciente…!

   Solo se limitaba a sonreír a cuanto le decíamos. —Y haciendo una pequeña pausa y frunciendo la frente por lo insólito de lo que se le acababa de ocurrir, añadió—: Yo creo que no nos entendía, que no hablaba nuestro idioma.

 Don Álvaro se creyó entonces en la obligación de aclarar:

        —En efecto, no lo hablaba. Hacía tan solo una semana que había llegado a nuestro país y su situación de indigencia era extrema, según me dijo algún compañero suyo. Creí de buena fe, y así habrá sido sin duda, que nuestra buena acción adquiriría un mayor relieve.

        —¡Y este, este por qué ha venido! —exclamó el pequeño preguntón, aún bajo el influjo de su enfado.

        —Torki es el “invitado” de este año porque, sinceramente, no he encontrado otro mejor. Esta noche me he entretenido más de la cuenta en el despacho y me he dicho “Cómo voy a solucionar el tema del “invitado” si no dispongo del tiempo necesario”. Me he puesto a darle vueltas al asunto y he recordado que alguien, alguna vez, me habló de una vieja que alquilaba, o incluso vendía, a niños huérfanos que Dios sabe de dónde saca. Allí me vi precisado a acudir ante el riesgo de que este año no tuviésemos “invitado” alguno. Esta es la razón por la que…

        —¡Pero vaya niño que te ha endilgado la vieja! —lo interrumpió doña Adela—. Por su culpa no hemos tenido una Nochebuena en paz. Ha molestado a nuestros hijos con su petulante deseo de poseer estrellas. ¡Es algo inadmisible! —Y presa de una indignación suprema, continuó—:    Hazme un favor, Álvaro, saca a este pequeño monstruo de nuestra casa. La cena ha terminado y nada nos obliga a seguir sufriendo su presencia entre nosotros. El rito de Nochebuena, una vez más, se ha cumplido siguiendo nuestra tradición. Hemos santificado esta noche dando de comer a un “necesitado”, ¿no es así? Ahora, que vuelva al barro de su choza.

        Tras esta sentencia sumarísima, don Álvaro sintió crecer la admiración que tenía por su esposa y se ratificó en el acierto que tuvo al elegirla como compañera de vida. ¡Qué labia! ¡Qué sensatez encerraban sus palabras!

        Para no demorar ni por un instante la petición de su mujer, don Álvaro se puso en pie como propulsado por un resorte y se dirigió hacia Torki. Este no necesitó indicación alguna para entender que su estancia en aquella casa había concluido. Antes de levantarse de su silla, lanzó una mirada compungida hacia donde se hallaban los otros dos comensales de su edad de cuyas bocas pendían unas sonrisas burlonas, desafiantes; tras lo cual, se puso a seguir al dueño de la casa que ya se dirigía hacia la salida del comedor.

        Ya en la puerta de la vivienda, don Álvaro extrajo de sus bolsillos un billete y se lo ofreció a Torki.

        —Con esto —le dijo— queda saldado el acuerdo al que llegué con tu abuela, o lo que sea tuyo. Espero que aprecies en lo que vale el gran favor que te hemos hecho, permitiéndote cenar con nosotros.

        Torki no supo muy bien qué contestar. Cogió con una mano el billete que le tendía don Álvaro y presentó la otra mano con la intención de que se la estrechase a modo de despedida. Pero don Álvaro se limitó a abrir la puerta y a señalarle, con un leve movimiento de cabeza, que aquel era el momento de abandonar la vivienda.

        Cuando se encontró en la calle, Torki sufrió la súbita embestida de su perro, que casi lo hizo caer al suelo. ¡Tal era la alegría que sentía al ver de nuevo a su dueño! Una inmaculada capa blanca cubría la calle. La nieve hacía ya un rato que había dejado de caer. Mientras el can le daba lametazos de forma descontrolada, Torki levantó su rostro y buscó entre las estrellas la más bella, la más rutilante, la que con sus rayos le llegaba al corazón:

        —¡Madre, madre! —exclamó, mientras se abrazaba a su perro—. Yo sé que estás ahí. Lo sé… Lo sé…


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