¡Feliz Navidad, señor Eddy!
[Cuento - Texto completo.]
Keter Lousvart
En Blow House todos conocíamos la enfermedad incurable del señor Eddy Hamer: la familia. Era un mal mucho peor que el de la araña parda, una vieja conocida por estos lares. Pone uno las manos en el leñero y ahí es cuando el bicho se te abalanza y te mete el veneno hasta los huesos. Aquí muchos lo hemos pasado. Su mordedura provoca un dolor punzante, fiebre, escalofríos, convulsiones, náuseas y deja una fea cicatriz; pero, mal que bien, te repones.
El señor Eddy no tocaba el leñero, desde luego, y mucho menos su esposa, la señora Mariette, con quien se había casado en segundas nupcias. Lo hacía yo por ellos cuando se esperaban las primeras nieves. Solía ser a finales del otoño, entonces yo aflojaba en la jardinería y, hasta la primavera, me encargaba de mantener caldeado Blow House, prácticamente inhabitable sin calefacción en invierno.
Yo les decía que la lumbre solo daría calor de hogar cuando ellos dos estuvieran felices junto al fuego y me sonreían en silencio. Parece que aún los estoy viendo calentándose las manos en cuanto prendían las primeras brasas... Y ya no queda nada de aquellos momentos.
Estas fiestas la casa vuelve a estar habitada. Ojalá ahora regrese solo lo bueno. Para estas Navidades he tenido que deshollinar. La chimenea necesitaba una puesta a punto; eran ya más de cuatro años sin encenderla, justo desde poco antes de faltar el señor Eddy.
El mayordomo se ha reincorporado, junto con el servicio al completo, afanado estos días en preparar Blow House a las órdenes de la señora. Por suerte, yo estoy al día. Urge también renovar las tuberías, pero eso son palabras mayores, y, la verdad, con eso no me atrevo.
Todos celebramos que la señora haya decidido volver. No las tenía yo todas conmigo, considerando lo sorpresivo de su partida, nada más entrar el señor Eddy en una residencia. Fue una pena, con lo bien que estaban antes aquí los dos, él más anciano y frágil que ella, pero se iban valiendo. Discusiones, las de siempre; entre los Hamer los rifirrafes eran habituales. A decir verdad, estábamos acostumbrados a los prontos del señor y a las voces de la señora, pero su campechanía hacía difícil enfadarse con ellos.
En los últimos años, el señor ya no era el mismo y la señora supo hacerse cargo de todo, siempre según la costumbre. Demostró una gran valía y paciencia para cuidarlo, soportar su genio y atender con hospitalidad a las visitas que tanto lo distraían. Tras las duras jornadas, encontraba tiempo para mimar a sus gallinas, que tenía en un gallinero muy cuco con acceso a una parte del jardín.
Así iban pasando los días, hasta que algo ocurrió unas Navidades debido a la visita de los fantasmines, mote que el servicio les pusimos al señorito Dan, hijo del primer matrimonio del señor Eddy, a su mujer y a sus dos hijas. Nos gustaba bromear con eso porque, cada vez que sonaba el teléfono, la señora daba un respingo temiendo que fuesen ellos. Y durante el año aparecían rara vez por aquí, provocando en Mariette una mal disimulada expresión de susto, impresa luego en su rostro hasta varios días después.
Era comprensible su desasosiego. El señorito Dan se sentía muy apegado a su padre y, a pesar de peinar canas, quizás aún le costaba compartirlo con nadie. A la señora solía dedicarle medias sonrisas de desprecio que ofenderían hasta a un ciego. O podría no haber superado el divorcio de sus padres, que fue en el año de la tos.
"Mi primera mujer resultó ser una mosquita muerta demasiado viva", solía espetar en tono guasón el señor en aquellas memorables francachelas que, antes de caer enfermo, se montaba en el jardín con sus amigotes, sin importarle que estuviera presente el señorito Dan. Juergas en las que abrazaba a su hijo con ridículos aspavientos y ambos se declaraban, entre risotadas, su amor incondicional.
Algo fallaba en aquel desorbitado amor de dos, pero una cosa es clara, la señora Mariette nunca le entró por el ojo al hijo y, si me apuran, tampoco al padre. Incluso su boda con el señor Eddy fue forzada por la señora para asegurarse "un lugar en la familia". Me lo confesó con un triste mohín, mientras cortaba una rosa en el jardín con el candor de una niña, y que, creo recordar, quería para decorar su tocador.
Me acordé de aquellas palabras cuando, la última Nochebuena que los Hamer pasaron juntos, acudí a avivar la lumbre, aunque juntos es un decir, porque al entrar me llevé una sorpresa mayúscula.
Llegué a última hora de la tarde y en el mismo vestíbulo ya olía a asado y a una deliciosa sopa. La señora acudió a mi encuentro y, entre sollozos, me dijo que no necesitaba mis servicios. Sus palabras exactas fueron: "Tate, puedes dejar morir el fuego". Primero no entendí y me quedé paralizado, mas decidí finalizar mi tarea igualmente para dejar de sentirme como un pasmarote. Al entrar en el salón, me extrañó que la mesa no estuviera preparada. Además, el árbol de Navidad se encontraba sin decorar y no había ni rastro del señorito Dan, ni de su mujer e hijas, que tanto alboroto formaban desde que ponían un pie en Blow House.
Resultó que los invitados se habían retirado ya a sus habitaciones, según me dijo la señora. Me acerqué a avivar el fuego y pronto reparé en un bulto que respiraba con dificultad junto a mí; era el señor Eddy, hundido en su sillón, con los ojos encendidos en chispas. Disimulé no haberlo visto, acabé mi trabajo y salí pitando. Al día siguiente, la Navidad más fría que se recordaba en años, el señorito Dan y su familia salieron con el alba como una exhalación.
Aquello fue muy extraño y, desde entonces, las cosas iban de mal en peor. Las visitas del señorito Dan eran un visto y no visto. Ni siquiera pisaba la casa, llegaba en su flamante coche, hacía sonar el claxon y el señor Eddy salía a su encuentro caminando a duras penas, ayudado por alguien del servicio. La señora ni aparecía para saludar y empezó a sobresaltarse aún más con el teléfono y a coger fobia a las cartas certificadas: las abría temblorosa y las leía sentada en el borde del banco del jardín, con una mano sobre el corazón y la respiración agitada.
La sensación de incertidumbre iba cargando el ambiente. La señora no era la única que estaba cada vez más alterada. Entre el servicio también se respiraba un nerviosismo que, no sé por qué, me hacía pensar en los insectos que caen en las telas de araña y acaban envueltos en un hilo que les impide escapar.
Todo estalló cuando, solo meses después, el señor acabó en la residencia y la señora abandonó Blow House sin dar explicaciones. Fue cuando se cerró la casa y el servicio quedó despedido, salvo yo, que seguí de guarda y, conmovido por sus súplicas, me convertí también en cuidador de Fiona, Lola y Mona, sus gallinas.
Un cambio tan drástico nos dejó perplejos, pero no era de mi incumbencia y tampoco quise saber. En fin... es agua pasada, y el viejo ya no manda nada porque está criando malvas. Es la señora quien cuenta ahora y, que yo sepa, no hay quejas con ella.
Desde su regreso, todo parece ir por el buen camino. Quiero creerlo, al menos. Yo, por mi parte, contribuiré a que así sea. He pensado en hacer algo especial estas Navidades por la memoria del señor Eddy y, ya de paso, por los que dejó en el mundo: su viuda, el señorito Dan, mujer e hijas.
Andaba cavilando qué hacer, cuando escuché comentar al mayordomo que, estas Navidades, la señora sellará las paces con los fantasmines. Les hará una de sus extraordinarias cenas de Nochebuena en Blow House.
Eso me inspiró. Cortaré un bonito abeto en el bosque. Lo talaré y yo mismo se lo traeré a los Hamer para animar su Navidad. Con un poco de suerte, Blow House volverá a ser lo que nunca fue, si se me permite la ironía. Yo me niego a creer a las malas lenguas cuando dicen que, tras reventar el viejo, todos estaban apenadísimos y que la alegría les volvió rápido. En mi opinión, las cosas simplemente se relajarían con la lectura del testamento, escrito con letra temblorosa en los márgenes de un prospecto que encontraron los de la funeraria en los calzones del cadáver. Sí, lo sé, parece un chisme inventado, pero me ha llegado de buena tinta.
Ignoro qué temería el viejo para actuar así con las últimas voluntades. Lo curioso es que no hubo sorpresas. Lo dejó todo al señorito Dan y el usufructo de la casa le correspondió a la viuda, la señora Mariette Hamer. No, perdón, Mariette Tresor, siempre olvido que recuperó su apellido de soltera. Yo hubiera hecho lo mismo, desde luego.
Por mucho que el señorito Dan le hubiera podido recriminar falta de atención con el señor, ella fue la sombra y el báculo del señor Eddy desde que tuvo el bajón, lo que equivale a decir durante todo su matrimonio. No debería haber duda al respecto.
Las cosas se enredaron de tal manera con su hijastro, que no me extrañaría que la muerte acabase viniendo antes de tiempo. No sé qué pensar de eso. Me da que el señorito Dan iba más allá del desprecio y despotricaba de la señora. Aunque uno esté siempre en lo suyo, como jardinero, me doy cuenta de muchas cosas y a él le molestaba su mera presencia, no la soportaba.
Una inquina que, con el tiempo, quién sabe si no podría haber acabado convirtiéndose en un señalamiento al empeorar su padre. A veces cuesta aceptar la decrepitud por ser la antesala de la muerte y nos negamos siquiera a verla o echamos las culpas a los demás; pero la naturaleza impone sus normas. Ahora supongamos, es un suponer, que al señorito Dan ningún médico le hubiera parecido suficiente, ningún diagnóstico lo bastante acertado. Que todo hubieran sido peros, imposiciones desde el otro lado del teléfono con un celo e intransigencia que habrían llevado a la señora al límite y sumido al señor en un negro silencio. Eso, y la enfermedad; imposible luchar contra tanto. El pobre pasó de ser el alma de la fiesta a mirar al vacío, a decir "sí", "no" y a cagarse en todo lo que se meneaba.
Puestos a elucubrar, después de ese encono, solo podía acabar de la peor manera. El hijo, hasta entonces casi ausente, una fría voz por teléfono con visitas esporádicas, se fue convirtiendo en un temible espectro, invisible pero omnipresente. Cansada de sentir su aliento en el cogote, de patéticas escenas como las de aquellas fatídicas Navidades, presionada y al borde de la locura, la señora cedería a sus exigencias. Consideraría un mal menor llevarlo a una residencia y luego habría hecho las maletas para huir lejos de aquella pesadilla.
Que me aspen si me equivoco, aunque yo no puedo demostrar nada. Sea como fuere, ha sido un triste final para el señor, que no fue un mal patrón; cascarrabias a veces, pero también simpático y cumplidor. Sin duda, un octogenario peculiar, que conservó su gran encanto para las mujeres y era conocido en la comarca por sus chascarrillos, los sabrosos tomates de su huerto y su gusto por callejear en su descapotable con las canciones de los sesenta a todo volumen.
Ese era también el "intratable" Eddy, como le llamaba la señora cuando él soltaba perlas por la boca, el mismo que acabó solo y moribundo durante meses en una residencia. Se refería a él con cariño y, si bien sus extremos le desesperaban, siempre había una veta de amor en sus ojos. Cuántas veces, mientras yo arreglaba el jardín, era testigo de con qué paciencia soportaba los palabros que el señor le propinaba solo por animarlo a levantarse de la silla y pasear.
Me apena pensar cómo acabó. Las cosas no debieron ir bien en la residencia; no aguantó apenas nada. Nadie me quita de la cabeza que lo aparcaron allí por desavenencias entre el señorito Dan y la señora, enfrentados sobre los cuidados que debía recibir el viejo. O por algo más, que ninguno de los dos reconoció. Algo turbio había en el aire. Y tampoco estaba yo en sus conversaciones, pero se escuchaban lloros, portazos, desaires y blasfemar al señor a voz en grito, un hombre desesperado cuyas quejas aún resuenan en mi mente.
Para mí, aquello fue una guerra sin cuartel, hasta sacar a patadas a los señores de Blow House y, si no me paso con el sarcasmo, yo diría que hasta llevar volando al señor Eddy a la tumba con el último puntapié, haciendo escala en una residencia. La señora, al menos, pudo batirse en retirada con sus propias alas.
Cuando acudí a ver al señor a la residencia, lo encontré con la mirada perdida. Estaba sentado en el sillón de su habitación, acabando de cenar. Tragaba de forma mecánica las últimas cucharadas del engrudo que le embutía la enfermera. Al verme, levantó las cejas y sonrió, pero enseguida volvió a quedar absorto en sus pensamientos. Entendí su profunda tristeza cuando esta desembuchó que nadie había venido a verle desde hacía mucho tiempo.
Me sonrió de nuevo y deduje que, quizás, el viejo no sabía quién era y solo intentaba ser educado conmigo. Para animarle, le dije que la señora vendría pronto y que el señorito Dan, aunque vivía lejos, tampoco tardaría mucho en visitarlo.
Quise informarle de que la casa quedó deshabitada al poco de su ingreso y que yo seguía como guarda, pero al momento pensé que era mejor no preocuparle con eso. Entonces se me ocurrió divertirle.
“¡Este chiste es buenísimo, ya verá!”, comencé a decirle. El señor Eddy me interrumpió con unos balbuceos ininteligibles y la enfermera entendió que debía dejarnos a solas. Con impaciencia, hizo un decidido gesto con una de sus manos temblonas para que me acercase. Lo hice y me gritó: "¡Calla de una vez, Tate!". Me tomó las manos con tanta fuerza y delicadeza que me asusté un poco. Me sonrió y, con los ojos apretados, como si temiera perder la concentración, empezó a mascullar debajo de su bigotón blanco y a ponerse rojo, poseído de una ira furiosa. Emitió un violento bramido que agotó el hilo de vida que le quedaba y sus manos, ya inertes, se soltaron de las mías. Así se fue el viejo Eddy, agarrado a mí, con los ojos del alma despavoridos y maldiciendo. Yo entré en shock, y tuve pesadillas un tiempo; pero lo ocurrido me acercó a él. Su malhumor no era algo personal contra mí; solo entonces lo comprendí y me alegré.
Sin yo saberlo, tras aquella visita me gané la confianza de la enfermera. Lo supe días después, cuando acudí a la misa de difuntos que organizó la residencia en honor al señor Eddy. Me buscó ella misma, muy preocupada, para contarme la jugada del viejo escondiendo el testamento donde nadie esperaba.
Pero poco importa ya todo aquello. Pertenece al pasado y, además, es mejor olvidarlo; pronto llegará la Navidad, con sus buenos deseos y sus sueños felices, o eso dicen. La señora se ha entusiasmado cuando le he propuesto llevarle un abeto natural para engalanar el salón. Parece que sus intenciones son las mejores del mundo. Si el señorito Dan pone también de su parte, apuesto a que podrían dejar las viejas rencillas enterradas y bien enterradas. Me ha contado que le ha invitado a pasar la Nochebuena en Blow House tras haber tenido un nuevo encuentro con él en el notario, que la señora ha calificado de tranquilo y muy cordial.
La señora también quiere arreglar las cosas con el difunto. Me ha confesado que le gustaría saber por qué no la eligió para acompañarle en sus últimos momentos. Tengo la sensación de que no se lo perdonará nunca, pobre señor Eddy.
Me ha pedido que, siendo vísperas de Navidad, días preciosos para recordar a los seres queridos, intentara contactar con él porque, para ella, tenía sentido que, si me había elegido para irse, lo hiciera también ahora para hablarme. Una noche de estas quiere hacer una invocación a través de la ouija en el salón de la casa, cerca de la chimenea junto a la que tantas horas pasó el señor. Y, si no nos sale, tiene previsto repetirla en el huerto de tomates, que yo me ocupé de mantener también desde su ausencia. Una ouija en medio de un huerto, no sé yo...
"¡Esperaba que se fuera entre mis brazos, necesito saber por qué te eligió a ti!", me dijo. Eso no lo vi muy adecuado, molestar al señor Eddy por tamaña sandez, como si uno tuviera que dar cuentas de algo así.
Luego me soltó que quería que el señor Eddy intermediase para que el señorito Dan aceptase pagar no solo la renovación del sistema de tuberías de la casa, sino también de otras exteriores, a las que se negaba; entre ellas, las que llegan al gallinero. Y que, de no considerarlo importante, le advirtiera que peligraba asimismo el riego de su huerto de tomates. Con sinceridad, meterle en tales tejemanejes me pareció el colmo; pero a continuación añadió que le transmitiera sus grandes esfuerzos por una convivencia armoniosa con el señorito Dan. Ahí sí me alegré, porque con decirle eso estoy muy de acuerdo.
La obsesión de la señora con el espíritu del señor no me parece ni medio normal. No cesa de repetirme la importancia de contactarle. Está convencida de que su espectro vagará por Blow House como un alma en pena mientras no encuentre la paz. Por eso ella quiere procurársela acercándose al señorito Dan. Espero no provocar lo contrario con la dichosa ouija, porque el fantasma del viejo cascarrabias, convertido en un aparecido cabreado, vaya... sería un terrible incordio por aquí.
Del espiritismo, uno escucha cosas que ponen los pelos de punta, a ver si vamos a arrepentirnos de jugar a las adivinaciones... Bueno, ya se verá, pero una cosa es segura: la señora tendrá el árbol de Navidad antes de lo que imagina... ¡y además voy a llevárselo hasta el mismito salón, ea! Por el bien de todos, espero que este regalo la ayude a tener mejor ánimo para arreglar las cosas, acá y en el más allá.
El árbol estará en el salón de Blow House mañana a primera hora. He aprovechado mi tarde libre para acercarme al bosque. Ha sido una hora y pico en el jeep, pero no me quejo, uno siempre agradece un rato a solas con sus propios pensamientos.
En este bosque los copos no se cansan de caer, tan solo deseo encontrar un pequeño abeto cuanto antes y que esta tartana sepa luego sacarme de aquí.
Es todo tan hermoso... me siento fuera del mundo, esta paz es casi mejor que un deseo de Navidad cumplido. Todo habla: el cielo que empieza a encenderse de estrellas, los enormes abetos, el canto de las aves, el trote lejano del agua del riachuelo, el manto nevado...
En el bosque, cada cosa tiene su lugar, su sentido. Nunca había notado latir mi corazón con tanta fuerza. Y eso de ahí arriba, eso es fascinante...
¡Nidos habitados en esta época, no puedo creerlo! Me emociona la lucha incansable de los padres para alimentar a sus crías con los piñones que sus picos ganchudos extraen de las piñas. ¡Qué prodigio, el milagro de la vida ante mis ojos...!
Los abetos son gigantescos y tantos que se pierden en el horizonte... ¡Vaya sorpresa!, allá a lo lejos se ve Blow House; aunque será por poco tiempo, una bruma gris está engulléndola. Es curioso, desde aquí me parece casi irreconocible.
Un momento..., allí adivino el verdor de un abetito que asoma bajo la escarcha, voy a ver qué tal. Eso es, justo lo que buscaba, medirá metro y medio, tendrá alrededor de cuatro años. Es perfecto. Cortarlo será fácil, aquí tengo el hacha, vamos allá... Mejor cogeré antes un poco de aire. Da gusto respirar. Y el abetito, ¡oh!, es verlo, mirarlo y... bueno, sé que muchos me llamarían loco; pero aquí, a su lado, me da la impresión de estar junto a la tumba del señor. ¡Ajajá...! …el muy bribón la abandonó y ahora es el viento; y es las nubes; y es los pájaros, el sol, las estrellas, los abetos... Y todo esto es...,¡oh, Dios mío!, es el mismo espíritu de la... ¡¡Feliz Navidad, señor Eddy!!
¡Cuánto celebro haberle encontrado! ¿Cómo dice, señor? ¿Que vuelva pronto para verle? ¿Y que deberíamos tutearnos? ¡Dalo por hecho, mi buen amigo! Ahora he de regresar al jeep, que ya anochece. En fin, lo del abeto no podrá ser, imposible; estoy seguro de que la señora Mariette sabrá disculparme. Definitivamente, todos los árboles son demasiado grandes por aquí.
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