Un forastero muy cansado

[Cuento - Texto completo.]

Queta Monfort

        El sudor le perlaba el rostro. Sus ojos parecían los de un anciano. Las arrugas se le habían acentuado en las mejillas y en la frente. La barba le caía hasta casi rozar el pecho. Dormitaba sobre un camello en la parte final de una caravana. 

      —¡Amo, amo! —le avisó uno de los criados, señalándole la lejanía—. ¡Por fin hemos llegado, por fin!

      Cuando el jinete abrió los ojos, advirtió que ya era noche cerrada. En la falda de la montaña había cientos de lucecitas que parpadeaban tímidamente. 

      ¡Por fin, sí, por fin habían llegado a Belén!

      A pesar de su relativa juventud, se sentía como un viejo. Los contratiempos de un largo viaje plagado de incomodidades, habían acrecentado en él las ansias por lavarse con agua limpia y arrojarse sobre un buen camastro, donde pensaba dormir muchas horas seguidas. Sus criados se habían ocupado de su camello y de sus pertenencias y él caminaba por una de las calles en busca de una pensión que le habían recomendado.

De pronto, algo le llamó la atención. En una vieja cuadra, apenas iluminada por una vela macilenta, surgían unas voces. Eran más bien susurros. ¿Alguien le requería? ¿Era a él a quien se dirigían esas palabras?

No conocía a nadie y nadie lo conocía a él. ¿Quién podría…?

        Ganado por la curiosidad, detuvo su pasos y escrutó el interior de la  cuadra. Al fondo, arrimado a la pared, se hallaba un pesebre, a cuyos lados se postraban un asno y un buey. ¡Qué cosa más natural para una cuadra! Ya se disponía el forastero a reanudar su camino, cuando advirtió, además, la presencia de dos personas que se afanaban en colocar algo con sumo cuidado en el interior del pesebre. Eran una mujer y un hombre. Ella tenía la apariencia de una joven que rozaba casi la niñez. Él, en cambio, era un hombre maduro.

        —Perdonad que me entrometa —les dijo desde la puerta el forastero, sin atreverse a poner sus pies en el interior del habitáculo—. Pero me ha parecido oír que me decíais algo.

        Los aludidos se limitaron a sonreír. Al forastero le pareció que no era el momento de las palabras. Como atraído por una fuerza irresistible se aproximó al pesebre y, asombrado, descubrió que en su interior acababan de depositar a un recién nacido.  

        —¡Por Dios! —exclamó, tiñendo de ternura sus palabras—. Yo os ofrezco mi habitación. Venid conmigo. Una vez os sintáis cómodos, yo seré quien venga a dormir entre estas paredes.

        —Tú nos has abierto las puertas de tu casa —le contestó la joven madre—, y Este —señaló entonces al recién nacido— te abrirá a ti unas puertas infinitamente mayores. Ahora marcha en paz. Nosotros estamos donde tenemos que estar —concluyó.

        El forastero no entendió el significado de esas palabras. Pero algo en su corazón le decía que aquella noche iba a marcar el destino de muchos 

seres humanos.

        Dio media vuelta, salió de la cuadra y siguió su camino. 


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